Las aguas bravas de nuestro mar Cantábrico nos traen a diario la memoria del secreto del vaivén de sus olas. Son muchas las cosas que podrían contarnos dulcemente con la nostalgia de unas habaneras para llenar de sonrisas nuestro rostro, pero también con el llanto de episodios que nos hicieron llorar. La vida está hecha de todos estos lances: los más hermosos y resultones, los más terribles y feos. Pero todo cuanto en esta ribera llanisca ha permitido brindar con gozo o cuanto nos entristeció con dolor, ha tenido un referente cristiano desde hace quinientos años: la devoción tierna y resuelta a la Virgen de Guía, a quien hoy coronamos canónicamente.
Es propicia la fecha dentro de este octubre otoñal, como quien se une a los que queremos y amamos para celebrar en familia un amagüestu lleno de fe y de fraternidad. No son las castañas asadas ni la sidra dulce lo que hoy nos reúne en esta Basílica de Llanes, sino este evento de la coronación de nuestra Virgen de Guía que durante este último tiempo habéis ido preparando con tanto esmero: por fuera como se prepara una fiesta que vale la pena hacerla, y por dentro como quien abre su corazón a esa misma gracia divina que llenó el corazón de Santa María.
Lo escribí para la publicación que se hizo con motivo de esta efeméride: que una corona sobre la cabeza siempre ha sido signo de distinción, de nobleza reconocida, de compromiso por parte de quien la llevaba con dignidad responsable con la entrega que les implicaba ser coronados para bien de un pueblo y no simplemente como imparable sucesión de una dinastía. Pero hay una coronación que ha traspasado el curso de los siglos por lo mucho que significó y el alto precio que tuvo: la coronación de espinas del Señor Jesús. Símbolo de una realeza, la más real de todas ellas, que sin embargo sólo se comprendía desde el servicio más humilde y la entrega más verdadera, desde la obediencia más increíble que se tornó en la más fecunda y sincera.
Junto a esta coronación de Jesús, la Biblia nos relata otra que tiene a María como protagonista. Allí leemos: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Apoc 12, 1). A continuación relatará este libro del Apocalipsis la batalla que en la historia se da entre el bien y el mal, entre lo que Dios propone y lo que el maligno quiere arrebatar. En esta encrucijada aparece María coronada de esas doce estrellas para darnos a su Hijo que nos hace salir victoriosos de las insidias y zancadillas tentadoras del diablo. María coronada como reina de nuestro bien y de nuestra paz. Ella no es una extraña princesa de un cuento de hadas lejano que nada tiene que ver con nuestras lágrimas y nuestras sonrisas, nuestros mejores sueños o nuestras más temidas pesadillas, sino que tal realeza así coronada está a favor de la vida y del destino al que nos ha llamado el Señor para nuestra humilde felicidad y para nuestra eterna dicha.
Hemos escuchado un evangelio que es decisivo en la historia de la Virgen nazarena y en toda la historia cristiana. Los cristianos recordamos esta escena del encuentro entre el arcángel Gabriel y María, recitando cada día tres veces la oración del Ángelus. Se trata de uno de los motivos más veces pintado o esculpido por nuestros artistas: la Anunciación de la Virgen. Es el relato imprescindible que viene a dar cumplimiento a esa larga espera de siglos a la que ayer nos referíamos cuando el Pueblo de Dios aguardaba la llegada del Mesías. Porque todo lo de antes y todo lo de después, estaba pendiente de esa escena, del sí de aquella mujer joven que se fio de cuanto Dios le proponía. Hay tres trazos en el lienzo de ese diálogo que nos pueden ayudar a comprender la obra de arte de nuestra propia vida cuando, como sucedió en la Virgen, dejamos que la pinte y la inmortalice el talento de Dios.
En primer lugar, se le dice a María: alégrate. Era un saludo habitual en la cultura hebrea, pero era también mucho más. Había una razón por la que se debía vivir en la alegría: que Dios cumplía su palabra de ofrecernos la felicidad. Así aparece en tantos pasajes de la Biblia: alégrate, hija de Sión, porque Dios viene hasta ti; rompe a cantar de júbilo, porque el Señor bendice tus pasos; regocíjate porque cumple en ti lo que para tu gozo ha creado. Pero aquí nos puede sobrevenir una duda cicatera: el pensar que esta invitación a la alegría no es para todos los públicos. Pero la alegría cristiana no coincide necesariamente con el éxito, o con la ausencia de dificultades. Aquí hay un secreto que sólo lo entiende quien lo vive. Yo lo he visto en personas que tienen una grave enfermedad, o que son incomprendidas, o que han perdido un ser querido, o que han quedado de repente sin trabajo, o que sufren cualquier zarpazo de los que nos restriegan el límite y nos dejan acorralados. Pero las personas que yo he visto así, no hallan su salida en la pataleta, la blasfemia o el desvarío, sino que encuentran un significado humilde y misterioso de todas las cosas cuando se dejan acompañar por el Señor que es quien mejor les entiende, quien nunca se escandaliza, quien siempre les brinda su compañía discreta y amorosa. No cambia la circunstancia, pero sí el modo de mirarla y de vivirla, y esto nos desliza esa extraña y bendita alegría con la que podemos vivir todas las cosas.
En segundo lugar, como un complemento a lo anterior, le dice el ángel a María: no temas. Tengo la impresión que hay muchos creyentes que tienen un inconfesado miedo a Dios, como si lo que Él nos fuese indicando fuera algo inevitable pero indeseado. Como si Dios fuera el gran gendarme que está para pillarnos, para registrar nuestro entresijo y cual si fuera el guardia de la porra estuviera para amenazarnos. Temer a Dios escapándonos de Él, marcando nuestro territorio, poniendo nuestras condiciones y en definitiva expulsándole de nuestro particular paraíso. Cada uno de los aquí presentes, desde el Arzobispo hasta el último bautizado, debería hacerse esta pregunta: ¿tememos realmente a Dios? No tener miedo a Dios, porque cuanto de tantos modos Él nos propone es a nuestro favor, para nuestro bien, es lo más correspondiente con nuestro corazón. No temer a Dios porque Él no es el rival de nuestros anhelos más verdaderos sino –valga la expresión– el mejor de nuestros «cómplices».
En tercer lugar se le dice a la Virgen: mira a tu prima Isabel. El ángel no está proponiendo a María una definición o un teorema, sino una historia reconocible. Es el sentido que tiene en la tradición cristiana la mirada a los santos o la peregrinación a determinados sitios: reconocer que la fidelidad de Dios se hace historia y se hace también geografía, que tiene fecha y también domicilio, en las personas y en los lugares en donde se nos ha narrado el amor de Dios. Deberíamos descubrir en nuestra vida a dónde mirar, a quiénes mirar, para que nuestros ojos no queden cegados por el sin sentido mezquino que nos imponen todos los excesos con que a veces nos hacemos daño. Mirar a Isabel significó en María, y significa en nosotros, descubrir que el Señor nos consuela y nos estimula haciéndonos ver de un modo plástico y realista, que cuanto nos propone no es una quimera irreal sino una historia verificable en personas significativas que el mismo Señor nos pone al lado como una dulce compañía en la aventura de vivir y de creer.
En Llanes, precioso rincón asturiano de nuestra cornisa cantábrica, los cristianos han mirado a María a la que devotamente invocan con esa tierna advocación que se llama Virgen de Guía. Son ya quinientos años, de reconocer cómo Nuestra Señora ejerce su maternidad hacia nosotros sus hijos, acompañándonos de tantos modos en los mil vericuetos en el que una buena madre siempre nos guía. Yo le pido a nuestra Madre la Virgen de Guía, que vuelva a nosotros su mirada en este año especial en el que cumplimos con Ella esos cinco siglos de piedad popular y de devoción cristiana en la comunidad cristiana llanisca. Que la Virgen de Guía sea para todos los cristianos de Llanes y la Diócesis de Oviedo una bendición reestrenada cada día. La coronación sea nuestro humilde homenaje a quien deseamos sea la reina de nuestras vidas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo