Coronación Canónica Nuestra Señora de Castrotierra

Publicado el 14/09/2014
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Eucaristía en la Novena de la Virgen de Castrotierra


Catedral de Astorga, 13 de septiembre 

 

Querido Sr. Obispo de Astorga, D. Camilo, Cabildo de la Catedral y demás sacerdotes concelebrantes, miembros de la vida consagrada, Procuradores de la tierra, hermanos y hermanas en el Señor: paz y bien.

En mi Castilla natal, en el Alto Aragón donde comencé siendo Obispo y ahora en Asturias como Arzobispo, he visto tantas pequeñas iglesias en nuestros pueblos. Siempre me admiró cómo las personas aman sus iglesias y ermitas porque allí está escrita parte de la historia creyente de nuestra mejor gente. Cuando me enseñan con gozo y dignidad la iglesia de su pueblo, o la ermita de un santuario, no simplemente me muestran un edificio religioso, sino –como es en verdad– una estancia de su hogar. Esa casa, por ser la de Dios, les pertenece, porque se les ha invitado a entrar y a quedarse en ella, porque allí habita Alguien que les entiende, les espera, les consuela y fortalece.

“¿Para que sirve un camino, si no conduce a una ermita?”, se preguntaba una anciana madre rusa, en una de las más entrañables novelas del gran escritor Fedor Dostoiewski. Y cuántos caminos de nuestros pueblos castellanos, astures o leoneses conducen precisamente a una ermita. Allí está escondido como el más discreto y profundo secreto mucho de cuanto nuestros mayores a través del tiempo han ido volcando en las visitas a su ermita yendo al encuentro del Señor, de María y de los Santos. ¿De qué nos hablarían esas piedras, si pudieran decirnos -sin romper su secreto- lo que han visto y oído? Hoy la Catedral de Astorga le presta a la Virgen de Castrotierra sus naves, sus bóvedas, su misma historia, para darle cabida en el novenario con motivo de la coronación canónica de esta hermosa imagen románica que nos lleva hasta los siglos XIII-XIV.

Esta imagen tiene encanto y es bellísima. Nos asoma la actitud materna de acoger sedente al hijo bienamado. La manzana del paraíso en una mano, y Jesús fruto granado en brazos, para decirnos con ese pose que ha habido un don cuya belleza no ha sido manchada y cuya bondad nadie envileció, porque era nada menos que Dios que se hizo hombre, nacido de sus entrañas puras, fiándose como se fió de lo que el Señor le propuso a ella: nada menos que ser la madre en la tierra de su propio Creador.

Sí, hoy la Catedral de Astorga se hace ermita, y como en los largos siglos de peregrinación hasta la Cuesta del Castro, nosotros nos sentimos peregrinos que venimos a contar a María nuestras cosas: las lágrimas de nuestros llantos, la gratitud de nuestras alegrías, los afanes de nuestras vidas, con sus pesares y sus sonrisas. En torno a la Señora, Virgen de Castrotierra, se han hecho promesas, se han dado gracias y se ha pedido gracia que pueda acompañar el trasiego de tantas personas que han entendido que María es reina y Madre de la Iglesia.

Acabamos de escuchar un evangelio que es decisivo en la historia de la Virgen nazarena y en toda la historia cristiana. Se trata de uno de los motivos más veces pintado o esculpido por nuestros artistas: la Anunciación de la Virgen. Es el relato imprescindible que viene a dar cumplimiento a esa larga espera de siglos cuando el Pueblo de Dios aguardaba la llegada del Mesías. Porque todo lo de antes y todo lo de después, estaba pendiente de esa escena, del sí de aquella joven mujer que se fió de cuanto Dios le proponía.

Hay tres trazos en el lienzo de ese diálogo, tres motivos que nos pueden ayudar también a nosotros a comprender la obra de arte de nuestra propia vida cuando, como sucedió en la Virgen, dejamos que la pinte y la inmortalice el talento de Dios.

En primer lugar, se le dice a María: alégrate. Era un saludo habitual en la cultura hebrea, pero era también mucho más. Había una razón por la que se debía vivir en la alegría: que Dios cumplía su palabra de ofrecernos la felicidad. Así aparece en tantos pasajes de la Biblia, especialmente en los libros de los profetas. Pero aquí nos puede sobrevenir una duda cicatera: el pensar que esta invitación a la alegría no es para todos los públicos. Quizás también nosotros creamos que se trata de una especie de selección previa que Dios realiza: a la gente sin problemas, a la gente con salud, a la gente aplaudida y resultona, a la del famoseo, el glamour y la pasarela… sólo a ellos se les puede espetar semejante ocurrencia. Estad alegres los que lo estáis ya, estad alegres los que no tenéis penas.

Sin embargo, no es así. La alegría cristiana no coincide necesariamente con el éxito, con la ausencia de cualquier tipo de dificultad. Debemos decir que aquí hay un secreto que sólo lo entiende quien lo vive. Hay personas que yo he visto así,  y no hallan su salida en la pataleta, la blasfemia o el desvarío, sino que encuentran un significado humilde y misterioso de todas las cosas cuando se dejan acompañar por el Señor que es quien mejor les entiende, quien nunca se escandaliza, quien siempre les brinda su compañía discreta y amorosa.

En segundo lugar, como un complemento a lo anterior, le dice el ángel a María: no temas. Tengo la impresión que hay muchos creyentes que tienen un inconfesado miedo a Dios, como si lo que Él nos fuese indicando fuera algo inevitable pero indeseado. Como si Dios fuera el gran gendarme que está para pillarnos, para registrar nuestro entresijo y cual si fuera el guardia de la porra estuviera para amenazarnos. Temer a Dios escapándonos de Él, marcando nuestro territorio, poniendo nuestras condiciones y en definitiva expulsándole de nuestro particular paraíso. Cada uno debería hacerse esta pregunta: ¿tememos realmente a Dios?

En tercer lugar se le dice a la Virgen: mira a tu prima Isabel. El ángel no está proponiendo a María una definición o un teorema, sino una historia reconocible. Es el sentido que tiene en la tradición cristiana la mirada a los santos o la peregrinación a determinados sitios: reconocer que la fidelidad de Dios se hace historia y se hace también geografía, que tiene fecha y también domicilio, en las personas y en los lugares en donde se nos ha narrado el amor de Dios. Deberíamos descubrir en nuestra vida a dónde mirar, a quiénes mirar, para que nuestros ojos no queden cegados por el sin sentido mezquino que nos imponen todos los excesos con que a veces nos hacemos daño. Mirar a Isabel significó en María, y significa en nosotros, descubrir que el Señor nos consuela y nos estimula haciéndonos ver de un modo plástico y realista, que cuanto nos propone no es una quimera irreal sino una historia verificable en personas significativas que el mismo Señor nos pone al lado como una dulce compañía en la aventura de vivir y de creer.

Esta escena que recoge la oración mariana por antonomasia del Ave María, está presente en dos plegarias que han prendido en el pueblo cristiano: el ángelus y el rosario. Aunque luego hayamos aprendido otras formas de orar, es un modo realmente evangélico de recorrer los pasos de esa historia de salvación a la que también cada uno de nosotros pertenece. Particularmente cuando voy en el coche en mis demasiados viajes, o cuando camino de acá para allá, cuando subo a la montaña en silencio, cuando tengo un momento calmo de paz. Son ocasiones preciosas para vivir como hijo de Dios, como hijo de María, los avatares que me llevan y me traen en el vaivén de la vida.

Rezar el Padrenuestro al comienzo de cada misterio es un modo de recordarnos la oración de Jesús, cuando llamando como hijos al Padre Dios y santificando su nombre, le pedimos que venga su Reino, su sueño y proyecto de amor; que nos conceda buscar y hacer siempre su divina voluntad como en el cielo y en la tierra tantos seres la buscan y la hacen fielmente; que no deje de darnos el pan cotidiano y de suscitar en nosotros el perdón que nos hace parecernos a Él como más; pidiendo al final que el maligno y su mal no nos ganen nunca la partida.

Pero lo mismo decimos a nuestra Madre y Señora cuando con las palabras del arcángel Gabriel también nosotros la saludamos con el saludo del “alégrate por estar llena de gracia”, y porque estando el Señor contigo a nosotros se nos allega con la luz de tu mirada y la ternura de tu cuidado. No olvidamos en las diez Avemarías de cada misterio, que somos pobres, pequeños y pecadores, y que necesitamos el ruego materno de Santa María la Madre de Dios, ahora y siempre, especialmente en el momento de nuestra muerte. Y así concluimos recitando la alabanza a la santa Trinidad, dando gloria al Padre amante, al Hijo amado, y al Espíritu amor.

Rezar el rosario tiene esta entraña de vieja oración, con la que tantas generaciones cristianas, tantas personas sencillas y buenas han querido rezar la vida, esa vida que como sucede con los distintos misterios que componen esta oración mariana, está tejida de gozo, de dolor, de luz y de gloria. Así se pintan los colores de nuestra biografía humana y cristiana: con la alegría de nuestros gozos, con las pruebas de nuestros dolores, con el resplandor de nuestra luz y con la gloria de nuestra esperanza. Porque rezar el rosario es como rezar la vida, viviéndola bajo la intercesión dulce y discreta de aquella que el Señor nos dio como Reina y Madre de la Iglesia.

Ella siempre nos enseñará a aceptar con fe que tantas cosas para nosotros imposibles, son posibles para Dios; Ella nos empujará a salir al encuentro de aquellos a los que Dios nos envía, con el saludo capaz de hacer saltar en la entraña de los otros lo mejor que llevan dentro de sí; la Virgen nos educa para guardar en el corazón las cosas que Dios nos dice y las que nos calla, las que entendemos o las que nos sobrepasan; Ella sabrá estar en las bodas de nuestra vida cotidiana, cada vez que nos falte el vino de la felicidad que como dulce exigencia está escrita en nuestro adentro; María siempre estará al pie de cada cruz, haciendo suya nuestra angustia y dolor; y nos hará velar para aguardar confiados el triunfo del Señor resucitado y la llegada del Espíritu prometido. Así acompaña María Santísima nuestros lances y nuestros trances, como el inmerecido regalo que recibimos en la persona de Juan al pie de aquella cruz bendita. Ojalá que la recibamos también en nuestra casa, que nuestro hogar y nuestra alma sea la casa de María, en donde la vida de Dios se engendra, se da a luz y nos permite contar sus maravillas.

Esta tarde en la Catedral de Astorga, y así durante este especial novenario, hacemos un rendido homenaje lleno de filial gratitud a nuestra Madre la Virgen de Castrotierra. María Reina y Madre de la Iglesia, nos acerca el don de Dios que llena de paz nuestros corazones y con su bien acompaña nuestros pasos. Es el Amor más Hermoso que nos llegó por ella, y el que no deja de darnos como Madre buena a la que le importa nuestra vida.

Que la Virgen de la Castrotierra os guarde y siempre os bendiga.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo