Clausura XIV curso de Teología de la Vida Consagrada

Publicado el 20/07/2014
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Clausura XIV curso de Teología de la Vida Consagrada

Catedral de Ávila, Domingo 20 de julio de 2014

 

Estas naves con sus columnas y sillares, nos acogen esta mañana de domingo no sólo a quienes habitualmente frecuentáis la Catedral de Ávila, sino también a este grupo de religiosas que con esta celebración clausuran el 14º curso de Teología de la Vida Consagrada que cada año viene organizando la Universidad San Dámaso (Madrid) y la Com. Episc. para la VC de la Conferencia Episcopal Española.

Agradezco al Señor Obispo de esta Diócesis, Mons. D. Jesús García Burillo, que no pudiendo acompañarnos en esta ocasión ha tenido el gesto fraterno de invitarme a presidir esta Santa Misa cediéndome por un instante su propia sede episcopal. Hoy aquí y luego desde mi propia sede arzobispal en Oviedo, le aseguro a este buen hermano mi sincero afecto y la certeza de mi oración por él y por el pueblo que Dios le ha confiado. Por eso vaya mi reconocimiento a este querido hermano en el episcopado, con una gratitud que se hace extensiva a toda la Diócesis abulense que cada año nos acoge entre sus cantos y con sus santos.

Adentrarse en una ciudad amurallada tan llena de belleza sugestiva es ponerse a la escucha de lo que las piedras centenarias podrían contarnos si supieran hablar. Pero hay una historia cristiana en estas calles y plazas, en sus iglesias y palacios, en sus colegios y hospitales, en sus almenas y adarves. Dios está en el centro de la ciudadela y sin ser un vecino cualquiera Él está en medio de este pueblo.

Pero en esta ciudad no sólo están los cantos de su arquitectura, sino los santos que la han levantado, la han protegido, la han acompañado, dejando su impronta de virtud castellana que despierta en nosotros la nostalgia de lo mejor. Los santos, como Santa Teresa de Jesús cuyo centenario está ya tan próximo su comienzo, han significado siempre esto en la conciencia cristiana: recordarnos este feliz destino al que hemos sido llamados, y ofrecérsenos como dulce compañía que permite que avancemos en medio de los mil avatares con los que la vida nos seduce hasta perdernos o con los que nos protege para que seamos santos.

Cantos y santos, en una Ávila siempre hermosa por su belleza externa y por su latido interno de sobria y recia espiritualidad como siempre han testimoniado los santos de esta tierra de Castilla. Nosotros necesitamos de esta compañía de los santos, como decimos en la plegaria eucarística del canon romano de la Misa: concédenos Señor pertenecer a la compañía de tus santos, no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad. Y Santa Teresa decía que debemos ser amigos de los amigos de Dios. Esto es lo que un año más hemos venido a aprender recordándolo.

Porque no en vano la Palabra de Dios que hoy nos proclama la Iglesia tiene que ver con esto mismo: la necesidad de una compañía que permita adentrarnos en el camino que lleva al destino santo para el que hemos nacido. Pero constatamos cómo tantas veces experimentamos la contradicción de desear lo que es justo y necesario, y al mismo tiempo hallarnos confusos, errados y perdidos sin saber por dónde seguir o por dónde tirar.

Proseguimos en este domingo la enseñanza con la que Jesús explica lo más central de su Evangelio: el Reino de Dios. Primero lo expuso como dichosa novedad en el Sermón de la Montaña. Luego lo desarrolló a sus discípulos explicando con signos y palabras en qué consiste seguir al Maestro poniéndose al servicio del Reino de Dios. Ahora recurre a las parábolas. «El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13, 9) dirá sobre esta forma de enseñanza, tan accesible a todos los que se dejan enseñar por tal Maestro. Por eso Jesús agradece al Padre este acercamiento benevolente (Mt 11, 25).

Seguimos de ambiente campestre y agrícola en la temática del evangelio. En esta ocasión nos presenta el evangelio tres parábolas sobre el Reino, que son una especie de «biografía religiosa»: la de cada hombre y la de cada pueblo. Es ese proyecto cargado de bienaventuranza que Él nos ofreció a los hombres para que fuésemos felices al estilo de Dios. Y fue esta semilla la que Él, divino sembrador, ha querido lanzar al viento de nuestro mundo y al surco de nuestra vida. Veíamos el domingo pasado que esa semilla, proyecto de Dios, en algunos casos fue cayendo en lugares imposibles para su implantación y su crecimiento (Mt 13,18-23). Pero ¿qué ocurre cuando cae en un terreno bueno, fértil y adecuado? ¿Se puede vivir de una renta como si todo estuviera ya dicho y hecho, o más bien hay que vigilar, cuidar, nutrir ese terruño en donde Dios quiso plantarse con su Gracia y con su Amor?

La primera de las parábolas nos pone ante una realidad demasiado cotidiana que es fácilmente reconocible si nos observamos a nosotros mismos y a nuestro derredor con realismo. En la vida no sólo hay sembradas semillas de gracia, de bondad y amor, de justicia y paz, de libertad y verdad… también podemos reconocer que junto a éstas hay otras semillas extrañas e incluso opuestas: violencia, egoísmo, frivolidad, maldad, injusticia, mentira y esclavitud… Somos campo abierto, acogedor, pero no todo quien se acerca a nuestro terruño nos regala semillas capaces de hacernos germinar a nosotros mismos en la dirección serena que nos conduce a nuestro destino vocacional.

Podemos ponernos nerviosos y caer en la tentación de los criados de la parábola: ir rápidamente y cortar por lo sano, es decir: arrancar las semillas de la malaventuranza infeliz del enemigo Separador, para que sólo crezcan las de la bienaventuranza dichosa del amigo Dios. No siempre es fácil hacer una intervención tan drástica. En estos casos, que son los más frecuentes, el consejo del amo de la viña está lleno de inteligencia y sabiduría: al evitar un mal (la cizaña), no podemos correr el riesgo evidente de ocasionar un mal mayor (quedarnos sin nada de trigo). Se impone, pues, la paciencia vigilantemente activa. ¡Tener paciencia de y con nosotros mismos, pues sería terrible que queriendo cortar el pecado pudiésemos segar también la gracia en nosotros!

¡Qué difícil coexistencia la del trigo y la cizaña, la de la gracia y el pecado! Dios trabaja incansablemente por nuestra felicidad, pero no es el único «obrero» en nuestro campo. Su Reino es de paz, de justicia, de amor, de misericordia y de perdón, de fe y esperanza, de fidelidad y comunión…, que ha plantado en un campo (nuestra vida y la del mundo) en el que hay otro que también planta su semilla: la guerra, la injusticia, el desamor, el rencor, el descreimiento y la desesperanza, la infidelidad y la división. Pero aun en medio de nuestra debilidad Dios nos juzga con indulgencia, dándonos la dulce esperanza de que, en el pecado, da lugar al arrepentimiento, como dice la 1ª lectura (Sab 12, 16‑19).

Los cristianos estamos en medio de un mundo en el que por doquier hay un enemigo que no ceja de sembrar su semilla aniquiladora de lo que Dios ha querido plantar. Por amor al trigo hay que saber convivir vigilantes con la cizaña: sin escandalizarse pero sin bajar la guardia, sin maldecir pero sin creer que todo da lo mismo. La confusión es uno de los males más frecuentes porque no permite advertir el error. La sana tolerancia no es sinónimo de indiferencia o ingenuidad, como si diera igual la luz y la tiniebla, la gracia y el pecado, el trigo y la cizaña. Saber distinguir unos y otros, conocer los riesgos que se corren y no claudicar en lo que Dios ha sembrado en nosotros y entre nosotros. Contamos con la ayuda de Dios y de su Espíritu que sostiene nuestra debilidad, y con la de la comunidad eclesial que nos acoge, discierne, educa y acompaña. Con los hermanos que Dios ha puesto a nuestro lado. Con la historia a la que pertenecemos y de la que formamos parte. Con los santos que nos acompañan.

Cantos y santos, tierra y carismas, como quien se adentra conmovido y con gratitud a la llamada que a cada uno Dios nos ha dirigido, deseando que el surco de nuestra inteligencia, de nuestro corazón y nuestra libertad, sea cuidadoso con la semilla de la gracia evitando o al menos vigilando, cuando se nos cuela la semilla de la cizaña que siempre es el pecado.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo