Querido Sr. Obispo auxiliar, hermanos sacerdotes, consagrados, seminaristas y fieles laicos: el Señor os bendiga siempre llenando con su Paz vuestros corazones y llevando vuestros pasos por el camino que conduce al Bien.
En este otoño ya atardecido el ambiente de nuestros valles y montañas, el clima que respiramos en nuestros andares por donde vivimos y caminamos, nos recuerda esa lección que esta época del año siempre describe: algo termina, las hojas caen dejando la floresta con un humilde ropaje. En este mes de las ánimas volvemos a recordar con afecto y piedad a aquellos que nos precedieron en la fe y en la vida, y llegando al domingo de Cristo Rey del Universo, damos por concluido un año más el recorrido que hemos hecho por el calendario cristiano alcanzando con esta fiesta su fin. Pero también concluye un año especial que hemos dedicado a la fe. Esto es lo que hoy celebramos.
El evangelio que acabamos de escuchar relata el final de la pasión de Jesús en la que aparece como Rey. Nada menos que el notario de tal título real será sorprendentemente quien no contaba para poder atestiguar: un ladrón arrepentido en el trance de morir, que asustado que no sabía lo que decía, aunque estuviera diciendo la verdad. Así pasó al principio, con aquellos primeros testigos del nacimiento de Jesús: los que no contaban eran los pastores que desde al aula de sus majadas pobres fueron a decir con hosannas y glorias que aquel pequeño era el Mesías. Ahora serán otros los que confiesen que Cristo era Rey. Pero ¿dónde está su reinado? Y ¿dónde sus súbditos leales? ¿Adónde se fueron los incondicionales discípulos? ¿En qué quedaron todos sus proyectos bienaventurados? ¿cómo es que este que se presenta así rey-de-los-judíos, ha nacido de mujer, se entretiene con niños, atiende a pobres y enfermos, se detiene con toda clase de pecadores, y pone en solfa nuestras leyes inhumanas? Así, todos, por temor, o desencanto, o indignación, o defraude… fueron abandonando a aquel Rey. Aunque, todos no. Estaban María, algunas mujeres y Juan. Y a pesar de todo, Pedro y los demás desde la trinchera de sus miedos tras los fuegos de fogatas en un patio cualquiera. Y hubo otro más, el de la ultimísima hora: Dimas. Sólo Dimas no empleó el condicional de quien duda o niega, sino el imperativo de quien está seguro ante el acontecimiento que sus ojos ven: acuérdate de mí. La respuesta de Jesús no se hizo esperar: hoy estarás conmigo en el Paraíso. El Reino cumplido era el Paraíso.
Aquel Rey y su Reino no terminaron entonces. Aquel estar con Jesús y participar en su reinado es lo que los cristianos hemos venido celebrando y prolongando durante siglos. Y es lo que en este último domingo del año litúrgico queremos especialmente recordar: que Él es el Rey de todo lo creado, el Rey de una nueva historia, el Rey de una nueva humanidad. El reinado de Jesús no es una proclama fugaz y oportunista, no es un discurso fácil y barato. Es, ni más ni menos, que devolver a la humanidad la posibilidad de volver a ser humana según el diseño de Dios; la posibilidad de reemprender aquel camino perdido que Dios ofreció antaño, y que una libertad no vivida en la luz, en la verdad y en el amor, llevó al traste. El reinado de Jesús es ese espacio de nueva historia en la que es posible vivir como hijos ante Dios, como hermanos ante los hombres, como con-fraternos ante todo lo creado.
Ya ha comenzado este reinado, y tantos hombres y mujeres han vivido así. Pero también, ¡cuántos aún no viven así ni ante el Padre Dios, ni ante el hermano hombre, ni ante la confraterna creación! ¡Cuántas repúblicas del corazón, de la inteligencia y de la libertad mandan al exilio a nuestro Dios, Rey eternal! Por eso, es un Reino de Jesús, que está sólo empezado, que se encuentra sin terminar, sin su plenitud final. Sólo hay un trono y éste es para Dios; y en ese trono se brinda libertad. Como nos dice la historia toda suplantación de ese Rey supondrá un camino de esclavitud, de inhumanidad, de corrupción, como lo demuestra la historia de siempre y la más reciente. Por Jesucristo Rey y por ese Reino hay que seguir trabajando, construyéndolo cotidianamente con cada gesto, en cada situación y circunstancia, para ir desterrando y transformando cuanto en nosotros y entre nosotros no corresponda al proyecto del Señor. Donde este Rey no tiene cabida, surgen los ídolos en cuyo nombre se destruye la vida, se cercena la libertad y se propaga la insidia.
Pero en esta fecha así de redonda y significativa, clausuramos en toda la Iglesia el Año de la fe que con motivo de los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II el Papa Benedicto XVI convocó para dar gracias con todo el Pueblo de Dios. Esta mañana ha sido el Papa Francisco quien lo ha clausurado. Nosotros nos unimos a este broche celebrando también la Eucaristía aquí en la Catedral de Oviedo.
La fe no es algo que se pueda dar por supuesto. De hecho hay gente que nunca la ha tenido, o que la ha llegado a perder, mientras que también son tantos que habiendo recibido la semilla creyente ha ido madurando y acrecentando el don que se les otorgó. El papa Benedicto XVI recordaba en su convocatoria, que «mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas» (Porta Fidei, 2).
Tanto es así que, como dice el papa Francisco en su primera encíclica, Lumen Fidei, ha habido un falseamiento del significado de la fe hasta hacerla no sólo extraña sino incluso intrusa, como si fuera contraria y hasta hostil a la dignidad de la persona humana. Dice así el papa Francisco: «la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija» (Lumen fidei, 3).
Cuando una persona cae en el desengaño ante una realidad o ante otra persona, suele emplear esa expresión popular: “he perdido la fe en esa persona, en esa institución”. Igualmente tener fe en alguien o en algo, supone que cuanto valoramos en ellos merece la pena ser escuchado, acogido y reconocido, ser divulgado y defendido. Con la fe, no sólo memorizamos una serie de preceptos, o aceptamos códigos morales de conducta, verdades dogmáticas, sino que la fe, antes de creer en algo, es creer en Alguien.
Este Alguien, se nos ha hecho encontradizo para abrazar las preguntas que palpitan en nuestro corazón. Ahí laten tantas preguntas que no hemos puesto nosotros y que nosotros solos no sabríamos responder. La vida se nos da precisamente para reconocerlas, para amarlas, y para buscar humildes su veraz respuesta. Son las preguntas que nos constituyen en buscadores del bien, de la verdad y la belleza, y que nos transforman en peregrinos de los senderos que nos llevan a la meta donde podemos hallar a quien tiene la respuesta. Esto es el cristianismo como bellamente nos dijo el papa Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida”.
Pero no todos desean este encuentro, no todos lo han tenido. A nosotros nos ha sucedido este encuentro que abraza nuestras preguntas con inmensa paciencia y con piadosa misericordia. Creemos en Dios creyéndole a Él. Y esta fe se puede acrecentar o se puede atrofiar, como sucede con la relación que mantenemos con alguien que se ha cruzado en nuestro camino significativamente.
Nos proponíamos hace un año hacer este camino con toda la Iglesia, nutriendo, celebrando y testimoniando nuestra fe. La hemos podido alimentar con la Palabra de Dios y los sacramentos ese encuentro con el Dios vivo. La hemos podido celebrar con la liturgia alabando al Señor de nuestra vida, y hemos podido dar testimonio de esa fe especialmente con los gestos solidarios del amor cristiano que despierta la esperanza en nuestros hermanos más desfavorecidos. Con el papa Francisco seguiremos viviendo nuestra fe nutrida, celebrada y testimoniada saliendo al encuentro de los hermanos que en su Iglesia se nos confía, esos que encontramos en las encrucijadas y periferias de todos los caminos. Termina el Año de la fe, pero sigue la vida de los creyentes, nuestro testimonio sencillo y audaz a la vez, de construir un mundo como Dios lo soñó, como lo han intuido lo santos, como lo han afirmado los mártires con su supremo sacrificio, como lo esperan los pobres de todas las pobrezas.
Tal y como decía el Santo Padre Francisco, «En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino» (Lumen Fidei, 57).
Que nuestra Madre la Santina de Covadonga, que fue feliz porque creyó no deje de sostenernos y acompañarnos en el camino de la fe, y que como ella hagamos lo que Jesús nos dice al tiempo que salimos al encuentro de nuestros hermanos que en las bodas de la vida no tienen el vino de la paz, de la libertad, del amor, de la fe y de la esperanza. El Señor os bendiga y os guarde, hermanos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo