Querido Sr. Obispo auxiliar y demás hermanos en el sacerdocio, religiosas y seminaristas, queridos amigos y familiares de nuestros curas homenajeados, a todos os saludo con la Paz que llene nuestro corazón y el Bien que acompaña nuestros pasos.
Todos los años por estas fechas nos vamos de boda. Una boda convencional en la que miramos a hermanos del presbiterio que hace 25 o 50 años fueron ordenados. Su vida sacerdotal es el motivo que con esta fecha redonda nosotros recordamos con gratitud y afecto. Venimos aquí, a nuestro querido Seminario, en donde tantos de vosotros fuisteis formados con ilusión acompasada preparando el día de vuestra ordenación sacerdotal. Llegó el momento en aquel lejano 1964 y en el otro tampoco cercano de 1989. Han sido cincuenta o veinticinco años que tienen el transcurrir de vuestra edad y que han llenado de modo importante vuestra biografía cristiana.
Si ahora echáis atrás vuestra mirada, es fácil reconocer cuántos momentos han ido sucediéndose en el transcurso de este tiempo. Ahí se agolpan los nombres de personas, el domicilio de destinos pastorales, el ir y venir en el vaivén de vuestros primeros años y los que llegaron después, modulando acaso los anhelos de cuando erais misacantanos. Y como si fuera un álbum de fotos permanecen en el secreto de vuestro recuerdo este tramo de vida con el rostro de personas, la imagen de parroquias y la entrega a los quehaceres. Estoy seguro que desde aquellas últimas corazonadas en las fechas previas a vuestra ordenación sobre cómo sería vuestro primer destino o cómo se desarrollaría, hasta las primeras experiencias que sucesivamente se han ido sucediendo en el tiempo, cuántas cosas guardáis en el corazón como una memoria de gratitud.
Me gusta decir que una biografía humana, como la de un cura, tiene esa amalgama de mieles y de hieles, con las que la vida pone a prueba lo mejor de nosotros mismos y nuestra capacidad de superación ante las sorpresas agridulces y variopintas. Pero cuando se vive en Dios y con los hermanos que Él nos da en su Iglesia, las mieles no nos secuestran con su señuelo y las hieles no nos amargan con su impostura. Esta es la santa libertad de los hijos de Dios, de la que un sacerdote debe ser principal testigo. Y si la miel o la hiel nos han hecho rehenes de unos gozos o unas penas que nos han quitado libertad, es señal de que no han sido vividas en el Señor ni en la verdad.
En esta mañana festiva para todos nosotros, en la que nos unimos al homenaje fraterno en el reconocimiento por vuestro ministerio, le pedimos al Señor que hagáis una memoria agradecida de todo este largo periplo. Con vosotros damos gracias por vuestros padres, párrocos, formadores, profesores que intervinieron en el descubrimiento de la vocación y acompañaron vuestra fiel respuesta al Señor. Con vosotros damos gracias por todo lo vivido en estos años, a pleno sol o en penumbra, para que no seáis deudores de ninguna lisonja y prisioneros de ningún rencor. Con vosotros volvemos a poner sobre el altar de vuestra ofrenda, a todos los niños que habéis bautizado, a los que disteis la primera comunión y tantas otras más, a los que perdonasteis sus pecados, a los que presidisteis su enlace matrimonial, a los que ungisteis su enfermedad o sus muchos años, a los que al final de la andadura dijisteis adiós en el Señor. Todos con sus nombres, con sus historias, con su destino.
Tenemos también presentes a vuestros compañeros de curso. Algunos no llegaron a cantar misa, otros dejaron el ministerio después, los hay que ya fueron llamados por el Señor en la hora por Él convenida, como en estos días atrás sucedió con vuestro compañero D. Silverio Cerra a quien tendremos especialmente presente en esta Eucaristía. Él ha llegado ya a las bodas eternas, mientras nosotros seguimos intentando pulir y embellecer la plata y el oro de las nuestras terrenas. A todos los recordamos con inmenso afecto y pidiendo por cada uno de ellos sea cual sea, haya sido cual haya sido su camino en la vida.
Hoy celebramos la fiesta del sacerdocio de Jesús: sumo y eterno Sacerdote. El Evangelio de este día nos relata ese momento supremo en el que el Señor, sentado a la mesa en aquella cena postrera, les dijo en síntesis a los discípulos y como testamento final, lo que de tantos modos les había dicho a través de esos tres años inolvidables de convivencia con Él. Era también un momento de recordar y de pedir a los suyos que fueran memoria viva. Los rasgos del sacerdocio de Jesús, son los que deben acompañar a los que Él ha llamado para que prolonguen su sacerdocio a través de la historia de la Iglesia. A veces podemos reducir a los sacerdotes a burócratas y administrativos, a agentes sociales o educadores de tiempo libre. Pero lo que primariamente y más hondamente entraña esta vocación es la de dar la vida al estilo de Jesús: dejarse comer… el tiempo, dejarse comer… los conocimientos, dejarse comer…los sueños. Y al mismo tiempo, dar de comer el pan de la gracia, el pan de la palabra de Dios, el pan de la esperanza y la alegría, el del perdón y la paz, el pan de la mirada bondadosa, el pan de la amistad llena de humanidad y bendición.
No siempre los sacerdotes nos dejamos comer así, ni tampoco siempre damos de comer así, por eso hemos de pedir la gracia que Pablo pedía a hemos de dar razón de nuestra llamada tal y como recordaba Pablo a su joven discípulo Timoteo: «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti»(2 Tim 1, 6).
En la Misa Crismal de este año, el Papa Francisco tenía al final de su homilía unas palabras preciosas sobre la alegría del sacerdote. Os las leo. “Pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados–, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.
Pido al Señor Jesús que confirme la alegría sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio. Esa alegría que, sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de los que soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus fuerzas y se rearman… Cuida Señor la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos. Que sepan rezar como Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).
Pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan, Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda”.
Queridos hermanos, que el Buen Pastor de nuestras vidas, que nos llamó a continuar su misión, siga bendiciéndonos cada mañana cuando volvemos a estrenarla en esa santa encomienda que nos hace peregrinos de la tierra para la que nacimos y en la que gozaremos por siempre con cuantos aquí acompañamos en el nombre del Señor. Que María, Madre de nuestro sacerdocio sostenga el sí de nuestra fidelidad.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo