Bodas Plata y Oro sacerdotales

Publicado el 19/05/2016
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Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote


Capilla del Seminario Metropolitano

 

Hoy celebramos una fiesta entrañablemente sacerdotal mirando al único Sacerdote, Jesucristo, de cuyo ministerio participamos por vocación. Lo hemos escuchado en la oración colecta de la misa de hoy: Jesús fue constituido Sumo y Eterno Sacerdote para glorificar al Padre Dios y para salvar a los hermanos hombres. Y dentro de este designio quiso elegirnos Él como ministros y dispensadores de sus misterios. Le hemos pedido la gracia de ser fieles en el cumplimiento de esta llamada recibida.

Jesús obedeció, dijo sí a esa misión que el Padre le confió. Y su obediencia eterna se hizo apasionada cuando entró a formar parte de nuestra historia humana: apasionada como hemos cantado en el salmo 39: aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad. El salmista nos a descrito poéticamente lo que fue esa biografía sacerdotal de Jesús: La gratitud de quien no sabe contar las maravillas que Dios hace a favor nuestro: se intenta proclamarlas, decirlas, pero superan el número de nuestro cálculo y no tenemos contabilidad adecuada para saber decir rendidamente nuestro más humilde “gracias”.

Y lo que podemos decir también nosotros es que a través de nuestra andadura sacerdotal hemos querido proclamar la salvación ante la gran asamblea sin cerrar nuestros labios jamás. Habrán sido asambleas de todo tamaño, de tantos lugares, con desigual fortuna a la hora de acertar a contarles una palabra de esperanza en sus vidas y un bálsamo de misericordia en sus heridas, pero como hizo Jesús, podremos decir también nosotros que no nos hemos guardado en nuestro pecho nada, sino que hemos acercado la gracia de la salvación a aquellos que se nos confiaron.

Me gusta decir que la vida es un paisaje con todas sus estaciones climáticas. Se trata de una de las preguntas al uso que algunas entrevistas suelen hacer a personas relevantes en cualquier campo: ¿qué época del año le gusta más? Y así se van unos y otros retratando teniendo como fondo de paisaje un horizonte concreto seleccionado según el gusto. El imparable paso del tiempo nos va dejando mes tras mes su embrujo y su mensaje. Se queda atrás la explosión de vida que nos lanzó la primavera con sus meses floridos; también pasa el verano agostador con sus sofocos y holganzas; y antes de meternos en un nuevo invierno en donde aprender a valorar la vida yendo a las raíces –como decía el gran escrito Rainer María Rilke–, nuestra travesía surca los meses del período otoñal zambulléndonos en la serena parsimonia de sus horas y sus días.

No se trata de una composición musical como si la vida fuera descrita del mismo modo que el maestro Antonio Vivaldi nos cantó en su pentagrama las célebres Cuatro Estaciones. Tampoco es un lienzo en donde el talento de los pintores impresionistas dejasen plasmados los colores de cada tramo dibujando la luz como Auguste Renoir o Claude Monet. Ni siquiera los maestros de la palabra que con su pluma nos han contado estremecidos los rincones de cada paisaje como hicieran nuestro Juan Ramón Jiménez o Marcel Proust o Antón Chéjov. La vida es mucho más. La vida de cada año y los años de toda una vida, se dejan mecer por esta fiesta cromática de tantos momentos que se asemejan a los inviernos, las primaveras, los veranos y los otoños que cada cual con su talento nos han cantado los artistas. Pero efectivamente, la vida de cada año y los años de toda una vida en lo que se refiere a las personas y a las comunidades como representan las diócesis y las parroquias, caminan en ese vaivén del tiempo con sus horizontes más abiertos y dilatados, al igual que con sus más secretas celosías.

La vida sacerdotal tiene esas fases propias de estación que suponen todo el inicio novicio de un comienzo en el seminario, la consolidación de los primeros pasos en la primicia de un misacantano, la acendrada fidelidad cotidiana que se hace respuesta adulta de un verdadero sí, y finalmente la serena y humilde llegada de esa tercera edad como tiempo de la sabiduría. Hay cuatro estaciones cada año y hay también cuatro estaciones a través de toda una vida. Saber vivirlas con serena gratitud es aprender a dejarse llevar rindiendo libremente nuestra libertad a Dios y a su iniciativa. Sólo así, en este acompañamiento del Señor a nuestra vida, somos verdaderamente libres, libres de verdad.

La vida nos ha ido enseñando que tras la ordenación, verdadero punto de inflexión en la biografía vocacional de una persona, había tantas cosas por escribir, que poco a poco se han ido descubriendo en su claroscura y agridulce sorpresa. Tantas gracias que no habían sido recibidas aún irán llegando puntualmente; tantas traiciones que ni se imaginaban durante la formación inicial en un seminario, nos han sobresaltado y vulnerado; pero también tantos retos que hemos debido afrontar a través del tiempo, han sacado lo mejor de nosotros mismos permitiéndonos crecer en los mil desafíos; es justo reconocer que incluso no pocos cansancios o fracasos han querido acorralarnos con su impostura de mediocre dejadez, aburrimiento y escepticismo. Y así, luces y sombras, gracias y pecados, pescas milagrosas y redes vacías, fecundidades, barbechos y esterilidades, han ido poniendo los renglones en la historia que cada uno con su edad y circunstancia ha vivido. A esto responde en definitiva nuestra tarea ministerial con su grandeza y su miseria, cuando hemos logrado acercar a los hermanos lo que únicamente ellos han estado buscando consciente o inconscientemente: Cristo. Porque como decía Juan Pablo II, lo que los hombres siempre esperan del sacerdote es que él les pueda dar a Cristo, porque sólo de Cristo tiene ellos sed [Cf. Juan Pablo II, Don y misterio. En el quincuagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal (Bac. Madrid 1996) 102].

A esto quiso responder la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores dabo vobis. Todo el capítulo 6 se dedica a la formación permanente de los sacerdotes pidiendo reavivar la gracia recibida por la imposición de las manos, como dice el célebre texto de Pablo a Timoteo [Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 70]. Poner vida, reavivar, volver a empezar en el presente concreto lo que tuvo su inicio en el día primero de la ordenación, no a pesar de lo que hemos vivido, sino a través de todo lo que hemos vivido en su más hermosa luz o en su más tremenda oscuridad.

Es lo que hoy en esta fiesta nuestra tan sacerdotal, queremos elevar con nuestra mejor gratitud como agradecida plegaria, y también con humilde audacia volver a pedir como reestrenada gracia. Hay un grupo de hermanos nuestros que celebran sus bodas de oro y de plata sacerdotales. Esas dos fechas: 1966 y 1991 marcan en sus vidas toda una andadura en la que se verifican esas cuatro estaciones del año a las que antes me refería. Y nuevamente vienen aquí al Seminario del que partieron (a excepción de nuestros hermanos religiosos jesuitas, dominicos, claretianos y carmelitas descalzos que lo hicieron de sus respectivos puntos de partida), para volver a besar el altar de Dios con el Obispo sucesor del que les impuso las manos, los hermanos del presbiterio, los feligreses, amigos y familiares. Una mención especial a Dª Trinidad, madre del P. Enrique Manuel Sariego OP del grupo de las bodas de plata, que ha querido acompañar a su hijo hoy con sus cien años bien peinados. Sí, una fiesta llena de gozo propia de una familia.

Uno de vosotros, hoy ha publicado en la prensa un sencillo testimonio. En su apretada brevedad ha respondido a la pregunta de la periodista: ¿después de cincuenta años cuál es su clave para vivir como cura? Esta ha sido su respuesta: «¿Cuál es la clave de que se sienta una llamada que va difuminando todas las otras convocatorias, que se le coja el gusto y llene de sentido y de ilusión la vida…? La clave es indudablemente una personal: Jesús, que destila Vida por todos los rincones de su pensamiento, de su Palabra, de su actuar, de su vida entregada para colmar de plenitud al hombre. Se dice: ¡qué rápido pasa el tiempo! Más bien pienso: qué rápido se ahonda. Se hace más profunda la relación con el misterio, con Jesús y su Espíritu, con el Padre al que te llevan los dos, con la Iglesia, tu familia y, cómo no, con todo lo humano. Serenos ante tanta “inocencia y miseria” que nos pueda rodear».

Es un bello testimonio de cómo poder explicar lo que de suyo es inefable, que queda en el hondón del corazón de Dios y que tendremos toda una eternidad para que nos pueda contar Él el secreto lleno de misterio de nuestra llamada, de nuestras andanzas, de su paciencia y de nuestra humilde fidelidad, para decirle como Pedro también nosotros por toda una eternidad: “tú lo sabes todo, tú sabes que te hemos amado” (Jn 21).

Hay siete hermanos que fueron ordenados con vosotros y que han fallecido, habiendo llegado ya a la orilla hacia la que todos nosotros navegamos mar adentro como nos dijo el Maestro. También los tendremos presentes en el memento defunctorum pidiendo por su eterno descanso con el afecto y recuerdo de los buenos hermanos.

Jesús deseó ardientemente comer aquella cena pascual con los que eligió como sus primeros hermanos sacerdotes. Y que no volvería a comerla hasta que se cumpliese el Reino de Dios. A esa segunda cita, eterna cena pascual, también estamos invitados nosotros como sus hermanos comensales.

Mientras damos gracias por estos años, mientras nos alegramos por aquello que constituye vuestro gozo, rezamos por vosotros y con vosotros, y tenemos presentes a vuestros padres, a todos los compañeros que os acompañaron en el seminario y en el ministerio y que por diversa razón luego lo dejaron, a cuantos os ayudaron a madurar para responder fielmente a Jesús que os llamó, y a las personas que habéis ayudado a conocer a Dios y crecer en Él.

Que nuestra Madre la Santina de Covadonga, que vuestros fundadores en los que sois religiosos: San Ignacio de Loyola, San Antonio María Claret, Santo Domingo de Guzmán, Santa Teresa de Jesús, os bendigan y os protejan. Felicidades, hermanos.

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

       Arzobispo de Oviedo