Querido hermano Juan Antonio, obispo auxiliar, demás hermanos sacerdotes y de modo especial los que hoy celebráis vuestras bodas de oro o plata ministeriales, religiosas, seminaristas, familiares y amigos de los homenajeados, hermanos todos en el Señor: paz y bien.
Hoy la Iglesia nos propone una fiesta que mira a Cristo como único sacerdote, sumo y eterno. Sólo Él es el Sacerdote del Nuevo Testamento. Nosotros lo somos en Él: sus palabras son las que dicen nuestros labios; su gracia y bendición es lo que reparten a raudales nuestras manos. Nos abrió su casa a la hora décima de nuestro encuentro con Él, nos hizo confidentes de sus íntimos secretos con sus gestos y parábolas, nos sentó a su mesa en la última cena que fue la primera de otras tantas, y allí nos llamó amigos, y nos dejó el mandato de tomar el pan y el vino, para con Él hacerlo su sangre y su cuerpo, en el recuerdo de la memoria suya jamás distraída ni olvidadiza.
Llegada la hora, nos ha dicho el evangelio… llegada la hora nos desveló su enorme deseo de compartir con nosotros su misión y su sueño. Y como quien comparte un pan partido primero, Jesús el sacerdote nos daba en su gesto lo que durante toda su vida había entregado: su tiempo, su llanto y tristeza, su alegría y gozo inmensos, lo que dijo y lo que hizo, lo que habló con su Padre Dios, lo que contó a tantos hermanos. Era todo su cuerpo, toda su sangre, su ser completo. Y esto, nos lo dio entonces como quien abre la herencia de su más íntimo testamento.
Lo hemos dicho en el salmo responsorial: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (sal. 39). Por hacer la voluntad de Dios un día nos pusimos en marcha haciendo de nuestra inquietud una corazonada llena de vocación divina. Hoy os miramos a los hermanos que en el 1965 y en 1990 fuisteis ordenados sacerdotes. La gratitud que se adorna con el oro o la plata de vuestra sincera entrega, hoy en un brindis de alegría por el camino recorrido tras el sí sincero que dabais entonces a Dios que os llamaba. Dos fechas bien emblemáticas, de modo especial la primera, al coincidir con la clausura del Concilio Vaticano II en 1965. Vuestros sueños entonces eran también los de toda la Iglesia: vosotros por el ministerio que comenzaba, la Iglesia con vosotros por el comienzo de una nueva etapa. Tantos momentos con sus luces y sus sombras, sus gracias y pecados, sus frutos evidentes y sus barbechos donde aparentemente no quedaba nada. Años apasionantes de una historia escrita con auténtica pasión.
Pero igual sucede con los hermanos del año 1990, con el tiempo suficiente para haber cribado lo mejor que el Concilio suscitó en medio de lo que sínodo universal jamás quiso, ni propuso, ni hizo. Vuestra generación recogía las síntesis primeras después de cinco lustros de postconcilio, verdadera antología que tanto ayudó a separar el grano y la paja de cuanto trajo auténtica renovación con mucha vida o de lo que eran derivas de caminos a ninguna parte yéndose por las ramas.
Esta mañana estamos aquí los que de veras os queremos, junto a los que por su imposible presencia, damos con vosotros gracias al Señor, y seguimos pidiendo su gracia para vosotros con todo nuestro afecto y nuestra fuerza. De verdad que nuestro abrazo es fraterno por entero, como lo haré en el momento de la paz con cada uno estrechando a un hermano inmerecido que Dios ha puesto a mi lado, como preciosa herencia en el tiempo desde que prometisteis respeto y obediencia a los obispos que os consagraron D. Vicente Enrique y Tarancón y D. Gabino Díaz Merchán a quienes tenemos presentes con todo nuestro agradecimiento. Ayer por la tarde me decía D. Gabino que se unía a nuestra celebración espiritualmente y que os transmitiese su cercanía y su afecto. El Señor nos lo conserve muchos años, los que Él quiera, y desde aquí nos unimos también a este querido hermano arzobispo emérito, verdadero hermano mayor para mí, y le felicitamos en sus bodas de oro episcopales que celebraremos con sencillez, discreción y alegría como él mismo nos ha pedido, el próximo 12 de septiembre en nuestra Catedral de Oviedo.
Me agrada recordar un texto de San Juan de Ávila que leemos en el oficio de lecturas del día de su fiesta. Son realmente hermosas sus palabras al jesuita P. Francisco Gómez, para que fueran dichas en el Sínodo Diocesano de Córdoba del año 1563: «No sé otra cosa más eficaz con que a vuestras mercedes persuada lo que les conviene hacer que con traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho en llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal… Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado». Mirarnos de pies a cabeza, mirarnos en el alma y en el cuerpo, y que rompa nuestro canto en la gratitud por un inmerecido don que hemos de vivir con fidelidad y cuidado. Así lo pedimos en este día tan especial para todos nosotros.
No deja de ser un regalo que tiene nombre, edad y recorrido al mirar a estos hermanos que hoy celebran sus 50 o sus 25 años de sacerdocio. Siempre me conmueve esta efemérides que nos obliga serenamente a mirar hacia atrás no para que nos dé un ataque de nostalgia por los muchos años pasados, sino para comprender de dónde partimos, por dónde anduvimos, y ahora cómo y dónde estamos. Sería señal de que hemos ido viviendo y celebrando el paso de los años con paz, con mesura, con todo lo que conlleva la humana condición que ha sido abrazada por la gracia de Dios y por su Iglesia acompañada.
Si nos remontamos a esos años que abrieron vuestra andadura sacerdotal tomando carrerilla, ¡cuántas cosas han sucedido, cuántas se han gozado sin duda, cuántas se han llorado quizás! Los sueños más cumplidos sin que acaso hayan faltado algunas pesadillas. Compañeros que con vosotros se acercaron al altar y que por mil circunstancias luego lo dejaron. Otros que fallecieron mientras hacían este mismo camino nuestro. Otros que se cansaron y se rindieron de tantas formas. Otros, vosotros queridos hermanos, que en medio de la andadura variopinta, estáis aquí dando gracias y celebrando.
Quedan atrás, muy atrás tantas cosas, tantos nombres, tantos momentos bajo la sombra de las nubes o bajo los soles luminosos. Situaciones en las que os supisteis fuertes y acompañados, y otras en las que la confusión, el desgaste o la soledad os dejaron tocados. Pero como escuchasteis el día de vuestra ordenación, Dios es fiel, sí ese Dios que os ha llamado. No ha retirado su llamada que sigue siendo la misma, aunque por el implacable paso del tiempo vosotros hayáis cambiado.
Nos unimos a vuestro gozo con la más alegre leticia, con respeto también hacemos nuestros vuestros perdones ofrecidos y recibidos, y sobre todo con vosotros queremos dar gracias por lo mucho y por lo más, y pedir gracia para que se siga celebrando esta historia inacabada, que el Señor, Buen Pastor, sigue escribiendo cada día en la hora de su entraña con la tinta de vuestra libertad fiel y entregada.
Tenemos presentes a vuestros seres queridos, a padres, hermanos, amigos, profesores y formadores, sacerdotes y cuantos fueron decisivos en vuestro camino. También tanta gente a la que en nombre de Dios y de la Iglesia habéis servido: cuántos niños, jóvenes, adultos, ancianos han escuchado vuestros consejos, los habéis sostenido en sus zozobras, habéis enjugado sus lágrimas, habéis compartido también sus alegrías, habéis bendecido y les habéis repartido de tantos modos la gracia. No pocas de sus búsquedas, de sus preguntas habrán encontrado en vuestra paternidad espiritual una luz, un aliento y una compañía fraterna. Que hoy sea todo ello un homenaje al Señor y a vosotros, por vuestro sí, por el itinerario de vuestro rastro que se hace canto de gratitud en un rostro confiado.
Pedimos que la Santina os bendiga siempre y a nosotros a través de vuestras manos que también el Señor lo haga en este día. Ad multos annos, hermanos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo