Queridos hermanos y hermanas: el Señor llene de paz vuestro corazón y conduzca vuestros pasos por los caminos del bien.
Cuántos rincones de nuestra ciudad tienen solera centenaria! Deambular por nuestra bella y señorial Vetusta nos mete en una historia de tantos años que hacen de Oviedo un lugar incomparable donde convivir con la nobleza de sus encantos, y que deja desvelar sus secretos cuando por sus calles y parques ajardinados nos dejamos pasear con el placer de sabernos asombrados.
Pero en esta zona del ensanche ovetense, a la sombra de la emblemática calle Uría y con la magia otoñal que todo el año nos regala el Campo de San Francisco, hace ahora cien años se levanta esta hermosa Iglesia Parroquial. No es una parroquia centenariamente advenediza sino que viene a expresar con su nueva planta de esta guisa una historia precedente que nos remonta casi a los albores de la misma Diócesis ovetense, cuando Alfonso III el Magno edificó en el año 862 un altar, dedicado a San Juan Bautista, contiguo a su palacio. Posteriormente en 1006 fue cedido por Alfonso VI para Hospital de Pobres y Peregrinos y vino a erigirse, en fecha no precisable, en la primera Iglesia parroquial de esta feligresía de San Juan el Real.
La fábrica arquitectónica del actual templo llega a su primer centenario. Nada menos que un siglo desde que Dios quiso ser vecino teniendo esta iglesia parroquial por casa en esta ladera de la capital. No es un vecino cualquiera, pero en medio de esta querida gente, quiere ser uno más: tanto, tanto, que tiene casa de puertas abiertas, con entraña de familia y encanto de hogar.
Con motivo de sus cien años de historia reciente, hemos pedido a la Santa Sede que pudiera conceder el título de Basílica Menor. No es un capricho que responde a la vanidad de un título, sino una manera de reconocimiento que hemos sometido al parecer de la Santa Iglesia de Dios. Desde las formas externas del templo con su belleza arquitectónica cuidada a través de los años, a las formas internas de una comunidad cristiana viva que con esmero cuida la liturgia, celebra los sacramentos, acompaña la catequesis, y sale al encuentro de los más desfavorecidos se llame como se llame el nombre de su pobreza. La Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los sacramentos, así como la Conferencia Episcopal Española, ha hecho un seguimiento exhaustivo de esas formas externas e internas, y han juzgado adecuado y meritorio la concesión del título de Basílica Menor a esta querida Parroquia de San Juan el Real de Oviedo. Se une así a los otros templos diocesanos que gozan también de la misma dedicación: la Santa Iglesia Catedral Metropolitana (Oviedo), la Basílica de Nuestra Señora de Covadonga, la Basílica de Santa María Magdalena (Cangas de Narcea), la Basílica de Santa María de la Asunción (Llanes), la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús (Gijón).
Sólo hay 4 Basílicas Mayores, que son las que están en Roma: San Juan de Letrán (cuya fiesta hoy precisamente celebramos), San Pedro del Vaticano, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros. Todas las demás que hay en el mundo son por este motivo “menores”. Pero tienen en común ser un espacio donde con un esmero cuidado se celebra la liturgia y los sacramentos, se propone la catequesis a cada edad, y se sale al encuentro de los pobres con su necesidad particular. Todo ello desde la comunión con el Papa especialmente sentida y celebrada en las fechas asignadas para ello.
Aquí en Oviedo, en este barrio, Dios tiene este domicilio. La casa es uno de los temas que cruza toda la Sagrada Escritura. La Santa Biblia nos narra cómo aquel jardín del Edén que fue creado como espacio humano del todo adecuado para la criatura más asemejada a la imagen de su Creador, fue trocado en paraíso perdido. Aquel hombre dividido por dentro y enfrentado por fuera, que se esconde por miedo a Dios, que se tiene que cubrir por vergüenza ante su prójimo, y que experimenta la fatiga y el dolor ante el trabajo y la vida (Cf. Gén 3, 7-19), se convirtió en un peregrino dramáticamente errante, desahuciado de sí mismo, y en todas sus intemperies solo y asustado.
La historia de Israel es la historia de una casa que se hace hogar de la Presencia de Dios paulatinamente entreabierta: desde las tiendas del éxodo en el desierto, hasta el templo de Jerusalén se hace todo un recorrido en el que el progresivo adentramiento en donde Dios habita o, más bien, la progresiva acogida de su morada, se ofrece como una revelación gradual que encontrará su cumbre cimera en la Encarnación del Hijo de Dios. Jesucristo, como el Dios-con-nosotros ha puesto la tienda de Dios, su casa, en nuestra tierra. Así se describe el encuentro entre Jesús y los dos primeros discípulos Juan y Andrés: con el reconocimiento en aquel que pasaba de que tenía lo que ellos más necesitaban: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les dice: – ¿qué buscáis? Ellos respondieron: – Maestro, ¿dónde vives? Les dice: –Venid y ved. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Eran las cuatro de la tarde» (Jn 1, 38-39). Esta fue la pregunta: dónde vives. Y esta fue la respuesta: venid y quedaos.
La casa cristiana, morada de Dios y de los hombres, está construida con piedras vivas y tiene en Cristo la piedra angular. A través de los siglos, la acogida que Dios ha hecho de sus hijos, se ha ido plasmando en diferentes moradas como las representadas por los distintos caminos de recordación de la Casa acampada en nuestra historia, que siempre representa la Vida del Hijo de Dios.
“¿Para que sirve un camino, si no conduce a una ermita?”, se preguntaba una anciana madre rusa, en una de las más entrañables novelas del gran escritor Fedor Dostoiewski. Cuántos caminos de nuestros pueblos serranos o llanos, de la costa o del interior en esta inmensa y bella Asturias conducen precisamente a una ermita. Allí está escondido como el más discreto y profundo secreto mucho de cuanto nuestros mayores a través del tiempo han ido volcando en las visitas a su ermita, a su iglesia, a su parroquia. Y me lo pregunto muchas veces ante quienes hoy continuamos esa historia acudiendo sin cesar. ¿De qué nos hablarían esas piedras, si pudieran decirnos -sin romper su secreto- lo que han visto y oído? ¿Qué historia custodian estas piedras que hoy vestimos de largo como Basílica menor?
Los momentos más luminosos de nuestra vida han sido alumbrados aquí: en el nacer de nuestros pequeños, cuando los traemos a bautizar haciéndoles hijos de Dios y miembros de la Iglesia; en la infancia inocente que se abre a Dios como se abre a la vida, cuando le hacemos ver que su corazón tiene otra hambre distinta, hambre de Dios que se sacia en la Eucaristía de la primera comunión y de tantas otras que luego vendrán; en la adolescencia rebelde y confusa en esa encrucijada en la que ya no se es más niño y aún no se sabe ser adulto, se recibe el Espíritu que Jesús prometió y en el que los jóvenes confirman su fe; en el amor de los esposos que se dicen sí entre ellos al abrigo del sí grande de Dios prometiéndose amor y fidelidad siempre, en las duras y en las maduras de todos los días de la vida; en la consagración de quienes llama el Señor a la vida sacerdotal o religiosa, cuando se recibe el envío de quien primero nos consagra a Él y entre nosotros nos hermana.
Pero también los momentos más complejos y duros, son vividos en ese vaivén del ir y venir a nuestras iglesias, parroquias y ermitas: cuando tropezamos y caemos mil veces en la piedra de nuestros errores y pecados, y recibimos el perdón del Señor que Él nos brinda en la confesión como la Iglesia nos dice; cuando la ancianidad o la enfermedad nos brinda ese desvalimiento que abraza Dios como quien estrecha un ser querido y maltrecho para ayudarle y consolarle. Finalmente aquí también somos despedidos en el adiós último de nuestra andadura humana cuando dejamos todo el equipaje ligero de la travesía de esta vida para iniciar la espera resucitada de la otra orilla venidera.
Las piedras de esta Basílica guardan ese secreto esencial. Ante ellas vamos todos desfilando según el paso de nuestro tiempo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Desde la incertidumbre de quien tiene todo por aprender hasta el asombro de quien pasmado comienza a olvidar tantas cosas en su frágil memoria. Dios está entre nosotros, viviendo como uno más sin ser uno cualquiera, sabiendo enjugar nuestras penas y brindar nuestra alegría, jugando con nuestros sueños más nobles y temiendo en nuestras peores pesadillas.
Este Dios se cruza con nosotros en tantos momentos en los que nos suceden las cosas mientras transcurre la vida. Ese Dios nos abre su casa con título de Basílica sin dejar de ser la parroquia de siempre, a nosotros que tenemos nuestra edad y en la actual circunstancia que a cada uno le embarga, para permitirnos gozar de su gracia y cercanía. Es hermoso el testimonio largo de los buenos cristianos que a través de un siglo y mucho antes atrás han vivido aquí su fe, esperanza y caridad. Los tendremos a todos presentes en nuestra oración, de modo particular a los sacerdotes que aquí han servido a la comunidad cristiana, con una mención a D. Fernando Rubio, el párroco inmediatamente anterior. Uno comprende el noble gozo del párroco actual D. Javier Suárez y del equipo sacerdotal que le ayuda, así como la alegría de los religiosos y laicos que formáis parte de esta comunidad. Es comprensible la alegría de todos los feligreses al contemplar los cien años cumplidos de esta casa de Dios tan especial como es la Parroquia de San Juan el Real, y de la que como piedras vivas formáis parte.
La vida nuestra va transcurriendo mientras el Señor la mira, y se nos adentra en su casa querida en la que somos acogidos siempre, y aquí bajo sus ojos estamos ciertos de que no nos faltará jamás la gracia que hace bendita esta estancia como una casa encendida. Mi enhorabuena por este centenario basilical. Que seamos piedras vivas de la casa de Dios y que nuestra Madre la Santina sea el alma de este hogar en donde a Dios se le glorifica y se bendicen los hermanos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
9 noviembre de 2014