Señor Delegado episcopal de Pastoral Universitaria y sacerdotes concelebrantes, Excelentísimo Sr. Rector Magnífico, autoridades académicas y claustro de profesores de la Universidad de Oviedo y Centros afiliados, Personal no docente, alumnos, hermanos en el Señor.
Un año más, con un calendario madrugador por los aires de Bolonia, nos encontramos aquí para la Misa del Espíritu Santo pidiendo su luz y sabiduría en el comienzo del curso académico. Agradezco la amable invitación del Señor Rector para presidir esta Eucaristía.
La institución universitaria tiene su origen en las escuelas catedralicias que fueron evolucionando al amparo del monacato tardío de aquel otoño medieval que describió Johan Huizinga, como una enriquecedora experiencia que conservaba el patrimonio cultural que se había heredado de la cultura antigua, de la cultura clásica, junto a la recepción y creatividad del legado cristiano durante casi doce siglos. Jean Leclerq lo estudió en su memorable trabajo L’amour des lettres le désir de Dieu. Pero no sólo se custodiaba ese precioso cofre de saberes, sino que se empezó a compartir en las distintas disciplinas de las artes, las leyes y cánones, la especulación filosófica, la reflexión teológica y las aportaciones del vasto mundo de las ciencias iban también surcando aulas, bibliotecas y el vaivén intelectual de profesores y alumnos.
Lo que identificaba ese importante ámbito era la universalidad, la universitas, su mutua implicación, eso que los griegos llamaban la perijóresis o circularidad del pensamiento. Alguna vez he recordado el viaje que hizo el profesor Joseph Ratzinger, nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI, cuando como Sucesor de Pedro volvió precisamente a su cátedra en la Universidad de Ratisbona en su Alemania natal. Era el año 2006. El profesor Ratzinger volvía al claustro con la emoción de reencontrarse con viejos colegas de cátedra, algunos alumnos convertidos en profesores, y un ambiente inolvidable que quiso rememorar. Dirigiéndose a toda la comunidad académica en ese memorable encuentro en Regensburg, les dijo recordando el ambiente universitario:
“Para las cátedras no teníamos ni asistentes ni dactilógrafos, pero en compensación había un contacto muy directo con los alumnos y sobre todo entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de los profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies accademicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de toda la universidad, haciendo así posible una experiencia de universitas; es decir, la experiencia de que nosotros, a pesar de todas las especializaciones, que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la responsabilidad común por el recto uso de la razón. Se trataba de una experiencia viva”.
Es oportuno este recuerdo, precisamente ante la fragmentación que la cultura moderna puede imponernos perdiendo el horizonte de totalidad relacionada, como ya explicase uno de los pensadores más profundos del siglo XX, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar: Das Ganze im Fragment, el todo en el fragmento. Ni una totalidad que no sepa reconocer los fragmentos que la componen, ni unos fragmentos que se diluyen en una imposible autonomía de saberes.
Estamos celebrando la misa votiva del Espíritu Santo. La Iglesia celebra tres pascuas durante el año: la de la Natividad de Jesús, la de su Resurrección y la de Pentecostés. La palabra “pascua” que en sus varias etimologías (del lat. pascha, este del gr. Pάσχα, y este del hebr. pesaḥ), significa paso, trasiego. Dios no ha dejado de pasar y pasearse en los entresijos de la historia de sus hijos. La pascua definitiva fue la del Hijo por excelencia: Jesús el Mesías. Pero Él quiso ser hombre sin dejar de ser Dios. Sus días terrenos terminaron y llegó el momento de despedirse de sus discípulos. Habían pasado los días de resurrección. Jesús ha cumplido ese periplo último de transmitir a los suyos el encargo recibido del Padre, al que volvía para prepararnos una morada y seguir acompañándonos de otro modo. Pero Él prometió el envío del Espíritu Santo. Los discípulos volvieron a Jerusalén para esperar el cumplimiento del Espíritu prometido: “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés” (Hch 2, 1). Allí, en la sala donde tuvo lugar la última Cena (Lc 22, 12), solían reunirse regularmente, eran concordes, y oraban como incipiente comunidad cristiana con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús (Hch 1, 14).
La tradición cristiana siempre ha visto esta escena como el prototipo de la espera del Espíritu. Esperar porque quien lo ha prometido es fiel. Esperar orando, porque el Espíritu es imprevisible: se sabe que ha llegado, pero no por dónde llega ni a dónde nos lleva (Jn 3,8), y por eso es necesario saber aguardar, saber esperar y saber acoger.
Tras la llegada del Espíritu esperado, a aquellos mismos hombres y mujeres antes encerrados en el cubículo de sus temores se les comienza a ver y a escuchar: “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch 2, 4). Lo cual llenó de estupor a todos los judíos que por entonces estaban en Jerusalén, y que venían de todas las naciones de la tierra (Hch 2, 5). Era aquel momento y aquella escena como una ventana del mundo.
A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla (Gén 11, 1-9) para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén (Gén 3,1-19), ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse y para hacerse entender.
Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó con sus palabras y signos. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, otras culturas, otras situaciones. Hoy la plaza de Jerusalén tiene otras muchas formas, se hablan otras lenguas, pero el corazón humano tiene la misma necesidad de escuchar una buena noticia. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y nuevo mensaje, aquel eterno anuncio de Buena Nueva. Este es el don que pedimos para esta querida Universidad de Oviedo al comienzo del curso académico 2013-2014.
El saber no ocupa lugar, pero sí que necesita de presupuestos para sacar adelante las muchas iniciativas a las que en el campo docente e investigativo una Universidad no puede renunciar. No ignoro que las dificultades por las que también nuestra Universidad ovetense está atravesando. El Papa Francisco decía recientemente que “entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta siempre hay una opción posible: el diálogo”. Deseo de corazón que el diálogo y colaboración que generosa y universitariamente planteáis con las distintas administraciones como institución académica, dé como mejor resultado la solución a los problemas reales que atraviesa nuestra Universidad.
Que el Espíritu del Señor nos conceda la sabiduría. Dios os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo