Acción de Gracias Canonizaciones Juan XXIII y Juan Pablo II

Publicado el 04/05/2014
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Eucaristía Acción de Gracias


Catedral de Oviedo, 4 de mayo

 

Querido Sr. Obispo auxiliar D. Juan Antonio, hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada, seminaristas, fieles cristianos laicos. El Señor os abra la mirada y encienda el corazón con la paz y el bien que de Él provienen.

La experiencia nómada de Israel hizo que en su continua andanza a través de desiertos y deportaciones, llegaran a percibir a Dios como un Pastor Bueno que se cuidaba de su Pueblo. En una de las oraciones más celebradas decían: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque Tú vas conmigo” (Sal. 22). Así reza el salmo de peregrinación con el que el creyente judío expresaba su experiencia de Dios en los mil avatares y encrucijadas del camino de la vida. Vivir en una época, pertenecer a una generación, supone adentrarse en los claroscuros agridulces cargados de dignidad o de trampa, que cada momento inevitablemente nos describe con los mil matices variopintos. La vida misma no está hecha de brochazos negros o grises, sino que humildemente exhibe todo un sinfín de colores entre los que hay que saber colocarse. Desde los más vistosos y pintureros, hasta los más opacos y desapercibidos.

Por eso no es sencillo caminar y nadie nació sabiendo andar. A veces empleamos toda una vida en este humano aprendizaje con las cuestas arriba que te sofocan, las cuestas abajo que te precipitan, y los llanos llaneros en los que pasear holgadamente. Una aventura de la que no está exento el cristiano, que también con su fe, con su esperanza y su caridad, debe aprender a recorrer su tramo histórico y geográfico asignado.

Pero, como el salmista, el cristiano sabe que es acompañado por el Señor que como Pastor Bueno le conduce hacia las praderías de hierba fresca y le hace reposar junto a fuentes tranquilas. Su cayado le da seguridad y su amor hace de guía.

Esta es siempre la motivación última de una canonización. Que la Iglesia nos propone como ejemplo a algunos hermanos que han vivido su condición cristiana en las encrucijadas de una época, y han sabido desvivirse por Dios y por los hermanos, habiendo glorificado al Señor mientras han sido bendición para los que Él había puesto a su lado o a su cuidado.

Estamos celebrando esta Eucaristía para agradecer estas dos luminarias que Dios ha encendido en nuestro tiempo con el pastoreo de dos Sucesores del Apóstol Pedro: San Juan XXIII y San Juan Pablo II. Dos Papas actuales que la Iglesia nos presenta como santos contemporáneos que tienen algo que decirnos en la trama de nuestros días. No se trata de un homenaje oportuno, ni del descubrimiento de una placa conmemorativa, sino del agradecimiento que nos es debido y que debemos, al reconocer en ellos el ejemplo de una vida santa, el modelo de un pastoreo y la intercesión sobre nosotros como bendición desde el cielo.

Ellos no fueron fugitivos escapándose al Emaús de su seguridad, al Emaús de su tristeza y desconcierto, sino que reconocieron al Señor en la encrucijada de sus mil caminos y consintieron que Él les abriese la luz en la mirada y les encendiese el fuego de la gracia en el corazón. Con esos ojos encendidos y con ese corazón ardiente, acertaron a acompañar como pastores buenos al Pueblo que Dios les quiso confiar.

Hubo una noche en la que el Papa Juan XXIII conquistó el alba. Yo era pequeño, pero he podido ver muchas veces ese impresionante documental que apenas dura ocho minutos y siempre me conmueve. Se asomó a la ventana de su estudio a pesar de la fiebre. Le insistieron que debía hacerlo. Y quedó tocado por dentro y por fuera con una emoción difícilmente imaginable.  Ante aquella procesión de antorchas que hacía de la Vía de la Conciliazione y de la Plaza de San Pedro un abrazo luminoso a las puertas del Concilio Vaticano II, Juan XXIII saludó a la luna llena que se hacía presente discreta con su humilde luminaria. Aquel Papa bueno que se coló en el corazón de los presos de la Cárcel romana, que predicó la Paz en la Tierra con una encíclica inolvidable, era un padre que despedía aquella noche a su Pueblo y les encargaba una caricia para los más pequeños que quedaron en casa. En medio de aquella noche, se encendían las luces que la disipan cuando era el mismo Dios quien en sus hijos las alumbraba. Juan XXIII se dejó llevar por el Espíritu de Dios, y empujó a la Iglesia por un camino que nadie imaginaba. Y se llenó de alegría la ciudad, poniendo llama a la esperanza, como en un reguero bondadoso que inundó serenamente las vidas de las personas, calmó el hambre de tantas inquietudes justas y colmó con respuestas de evangelio todas sus preguntas juntas.

A Juan Pablo II lo recuerdo en aquella mañana otoñal romana, al término de su primera Misa como sucesor de Pedro. Una niña rubiales toda ella, se agarró a su mano y con Juan Pablo II fue saludando a fieles y curiosos, dignatarios y gentes principales, cardenales y obispos, jóvenes y ancianos. Era una imagen de frescura inaudita: un Papa tan joven, de la mano de una pequeña, paseando la esperanza que no defrauda y la alegría que no caduca. Antes dijo en su homilía lo que conmocionó a todo el orbe cristiano, como una primera entrega de un largo pontificado tan lleno de audacia, de vigor, de bondad, de belleza y sabiduría. Su voz eslava ponía gravedad, que no dureza, a aquellas palabras que indicaban que el “huracán Wojtyla” soplaba de veras: No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo. Son palabras que me marcaron desde mis años de mocedad seminarista hasta que aquel hombre –ya un anciano veinticinco años después– me llamó para ser obispo.

No tener miedo, abriendo las puertas a Cristo: todo un programa que educa la mirada, caldea el corazón, y pone en pie tus mejores ganas para dejarte enviar misioneramente a contar la historia de Dios repartiendo su gracia y su palabra. Hoy, cuando estamos ante dos santos ya canonizados, no sólo me acojo a su intercesión, no sólo me ensimismo en su recorrido sacerdotal y episcopal, sino que vuelvo a escuchar lo que entonces tronó en la Plaza de San Pedro en aquella mañana otoñal o en aquella noche de antorchas. Esta vez lo dicen paseando por esa otra inmensa plaza que es el cielo, de la mano de la Virgen María a la que tan tiernamente amaron ambos, con la compañía de todos los santos.

No tener miedo, porque Cristo ha entrado por mis puertas abiertas, porque no hay nada ni nadie que pueda robarme esta gracia de Dios. En el momento de ver en el catálogo de los santos a San Juan Pablo II y San Juan XXIII, agradecemos a la Iglesia que ha sabido acompañar a sus hijos en cada momento, dándonoslos como hermanos que nos bendicen, nos despiertan, se ponen a nuestro lado y con nosotros recorren los mil caminos que conducen no a Roma, sino al mismo corazón de Dios.

Dios siempre tiene un santo que proponernos a cada generación. Y ante el Goliat que agigantado nos asusta, nos amenaza y nos quiere destruir, el Señor siempre encuentra a un pequeño David con la experiencia anciana o con la ilusión moza, que sale al frente de sus hermanos para glorificar a Dios y bendecir a su Pueblo. La experiencia anciana de Juan XXIII y la ilusión moza de Juan Pablo II, fueron dos modos santos de ser testigos del Pastor Bueno como sucesores del apóstol Pedro.

Y tomamos nota del contraste que se da cuando en medio de una crisis de liderazgo mundial con sus estribillos de violencia, maldad y corrupción que no dejan de componer nuevas estrofas tarareando las de siempre, emergen estas dos figuras santas como un reclamo que nos dice que la verdad, la belleza y la bondad no son una quimera abstracta, sino punto de encuentro y puerta de salida que nos abren a la esperanza.

El Evangelio de este domingo nos ha hablado de los discípulos de Emaús. También nosotros venimos con nuestras tristezas y cansancios. Pero Dios se nos hace encontradizo en el regalo de estos santos Papas. En el relato evangélico se les abrieron los ojos a los dos fugitivos hospederos de Jesús en el atar­decer de su escapada, y pudieron reconocerlo. Un apunte cargado de sin­ceridad les delataba y al mismo tiempo les asombraba humildemente: “¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?” (Lc 24, 32). Les ardía, pero no le reco­nocían; les ocurría algo extraño ante tan extraño viajero, pero no le reconocían. Bastó que se les abrieran los ojos para descubrir a quien buscaban, sin que jamás se hubiera ido de su lado. Y bastó simplemente esto para escuchar a quien deseaban oír, sin que jamás hubiera dejado de hablarles. Dios estaba allí, Él hablaba allí. Eran sus ojos los que no le veían y sus oídos los que no le escuchaban.

Volvieron a Jerusalén, en viaje de vuelta, no para huir de lo que no entendían, sino para anunciar lo que habían reconocido y comunicárselo a los demás, aquellos que en un cenáculo cerrado a cal y canto habían encontrado su particular Emaús. Entonces como ahora, en aquellos como en nosotros. Desandar nuestras fugas, abrirse nuestros ojos, y ser misioneros de lo que hemos encontrado. Así lo reconocemos en la santidad contemporánea de San Juan XXIII y San Juan Pablo II, que tuvieron a bien visitarnos en Gijón y Oviedo respectivamente, y ambos en Covadonga, cuando en 1954 y en 1989 nos trajeron su mirada abierta y su corazón encendido con los que nos testimoniaron el amor tierno, bondadoso y verdadero de Dios.

Que ellos, con María a la que tanto amaron, nos bendigan desde el cielo.

 

       + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo