Queridos hermanos y hermanas: el Señor os conceda siempre tener la paz en vuestro corazón y que vuestros pies surquen los caminos del bien.
La palabra Eucaristía significa precisamente agradecer, la buena gracia que sabemos agradecer a quien nos la regala. Esta tarde, nuestra Catedral de Oviedo se llena para celebrar la Cena del Señor con este motivo abundante: que junto al don de Jesucristo que entregó redentoramente su vida por nosotros, por nuestra salvación y felicidad, está el don que siempre supone los hermanos que la Iglesia nos propone como ejemplo en quienes mirarnos y como compañía en nuestras andaduras vitales.
El pasado 23 de mayo, la Iglesia beatificaba a Mons. Óscar Romero, Arzobispo mártir de El Salvador. La alegría que tantos sentimos, se hizo emoción agradecida al Papa Francisco por habernos señalado a este querido hermano contemporáneo como una compañía que nos ayudará a escribir la página de nuestra historia que la Providencia divina nos ha querido confiar.
No son los santos un adorno prescindible; menos aún, un suplemento al Dios infinito o una merma que eclipsa su gloria. Los santos no añaden algo al evangelio, como si éste fuera incompleto; no añaden palabras que no han sido ya pronunciadas por los labios del Maestro; no construyen una ciudad o una casa que no haya sido levantada y edificada ya por Jesucristo. Lo que hacen los santos es repararlas o volver a abrir cuando se han deteriorado o cerrado, nos ponen en salida con toda la Iglesia para ir en búsqueda de aquellos que se han marchado, o facilitar el camino para que estrenen su adentramiento aquellos que nunca han estado.
Un santo es siempre el recordatorio de una palabra que ya se ha dicho anteriormente, y el reestreno de una belleza que ya ha sido mostrada. Por eso no añaden ni apostillan sino sencillamente recuerdan cuando las hemos olvidado o tal vez traicionado. La palabra recordar tiene etimológicamente esta preciosa significación que es volver a pasar por el corazón cosas que han hecho palpitar nuestro adentro, nuestra entraña, y que quizás por un uso abusado o por un descuido descuidado, terminan porque el corazón deje de latir como latió en otro momento.
Dios nos regala a los santos como una compañía. Una compañía que no suple nuestra libertad pero sí que la puede despertar, de manera que recordando pueda latir de nuevo nuestro corazón con ese pálpito que nos viene con la gracia del buen Dios.
Un historiador de la primera época del cristianismo, Gustave Bardy, hablaba de la revolución que supuso la aparición del hecho cristiano en aquel imperio decadente, diciendo que aquellos primeros cristianos cambiaron el mundo –y emplea él esta expresión- desde el espectáculo de la santidad.
El espectáculo de la santidad no es lógicamente un número circense, no es una genialidad que tiene la medida, o la cualidad de nuestras cosas humanas. No es un divertimento piadoso para eludir el compromiso que se nos pide en los momentos en los que la paz y la justicia nos piden todo de parte de Dios. Ese espectáculo de santidad es consentir que Dios en nosotros haga el bien en medio de tantos males; que grite su paz cuando la violencia nos diezma y destruye de tantos modos; que anuncie su gracia cuando la esperanza suena a quimera extraña e irreal. Y por eso es un espectáculo más grande que nosotros mismos. Es un espectáculo que por provenir precisamente del Santo, del tres veces santo, bendice a quienes lo contemplan, y devuelve la paz a sus corazones, la esperanza a sus miradas, y hace posible que en una comunión real nos descubramos como hermanos.
Mons. Romero ha firmado con su propia sangre derramada por amor a Dios y a los hermanos esa santidad que nos habla de un evangélico espectáculo digno de ser contemplado, admirado, agradecido y también imitado. El postulador del la causa del nuevo beato ha dicho que «Romero es un Obispo que puso en práctica las Bienaventuranzas evangélicas. Buscó la justicia, la reconciliación y la paz social. Amó una Iglesia pobre para los pobres, vivía con ellos, sufría con ellos. Sirvió a Cristo en la gente de su pueblo».
No nació mártir, aprendió a serlo mirando a Cristo y mirando a los hermanos que daban su vida violentamente. Pero tuvo que hacer todo un recorrido de conversión humana y cristiana. Quien fuera descartado hasta el desprecio burlón, se fue poco a poco afirmando con autoridad evangélica hasta ser señalado como revolucionario. Y cambió su escenario: de estar con los poderosos que usaban la religión para sus intereses, a estar con los pobres y pequeños con los aprendió de modo nuevo el evangelio. Es la evolución de un hombre bueno que se deja sorprender por Dios y se deja educar por Él. No era timorato antes, y no fue subversivo después. Con el recorrido que una persona hace en su vida según va madurando humana y cristianamente, trató de leer lo que en la realidad Dios poco a poco le enseñaba. En medio de los renglones torcidos en una sociedad insolidaria y violenta, el Señor le fue deletreando las verdades más rectas por las que valía la pena alzar la voz y arriesgar del todo tu vida y tu hacienda.
Así fue Romero, monseñor Oscar Romero, Arzobispo de El Salvador, mártir de Cristo y contemporáneo nuestro. He recordado en mi carta de esta semana que yo era un joven prenovicio franciscano cuando aquel 24 de marzo de 1980 lo repetían las noticias: habían matado a tiros a un Obispo mientras celebraba la misa. Fue como un mazazo sórdido, incomprensible, que nos resultaba difícil de creer. En aquellos mis primeros pasos como hijo de san Francisco, ante ese terrible suceso quedé sorprendido y conmovido por la perfidia irredenta de quien censura de tamaña manera la paz y quien arranca tan de cuajo el bien. Por un puñado de dólares, 114, se acalló tan baratamente una voz libre, se sofocó el grito de denuncia por la injusticia y la violencia con las que algunos poderosos impusieron su ley marcial con asesinas maneras.
Al hablar del testimonio grandioso de las madres como quienes testimonian la belleza de la vida, el Papa Francisco habló de mons. Romero con una preciosa cita de sus escritos pastorales: «El Arzobispo Oscar Arnulfo Romero decía que las madres viven un “martirio materno”. En la homilía para el funeral de un sacerdote asesinado por los escuadrones de la muerte, él dijo, evocando el Concilio Vaticano II: “Todos debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el Señor no nos concede este honor… Dar la vida no significa sólo ser asesinados; dar la vida, tener espíritu de martirio, es entregarla en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en ese silencio de la vida cotidiana; dar la vida poco a poco. Sí, como la entrega una madre, que sin temor, con la sencillez del martirio materno, concibe en su seno a un hijo, lo da a luz, lo amamanta, lo cría y cuida con afecto. Es dar la vida. Es martirio”». (Francisco, Audiencia 7 enero 2105).
Hace tres años que estuve en El Salvador. Estuve en un centro de jóvenes con graves patologías mentales. Fue una de las misas más conmovedoras que he celebrado en mi vida con aquellos chicos y chicas entre 15 y 25 años profundamente deteriorados por la oligofrenia, la esquizofrenia, el autismo profundo y violento. Tras haber visitado comunidades pobres de aquel hermoso país, y después de esa mañana con estos enfermos, no quise dejar El Salvador sin acercarme a la tumba de Mons. Romero, y al lugar donde vivía. Especialmente a la capilla en donde celebró su última misa y en donde calló por tierra abatido por las balas asesinas.
Oré ante tu tumba en la Catedral, haciendo fila como uno más junto a tanta gente sencilla que iba a compartir sus lágrimas o sus dichas con aquel Obispo santo que entregó la vida también por ellos. Era el pueblo de Dios, con sus virtudes y sus pecados, con sus dudas y sus certezas, que acudía a un santo para aprender de él las enseñanzas del Señor. Luego me llevaron a su casa, convertida ahora en conmovedor museo. No son musas frívolas las que muestran ocurrencias e inspiran celebridades, sino un museo en donde se muestra la mayor obra de arte: el amor, ese amor que da la vida por los demás, como nos enseñó el Maestro. Sus lápices, sus camisas, sus atuendos de Obispo, sus libros de oración y de estudio, sus notas, su pobre cama, su pobre mesa, su pobre casa. Vivía en la casa del portero de entrada de un hospital de cáncer. Yo me encontraba confuso, aturdido, como un discípulo torpe y lento ante una enseñanza tan grande y tan bella de la que era tan ignorante por tantos motivos.
Pero sobre todo, me conmovió aquella capilla del hospital oncológico en la que con frecuencia celebraba la santa Misa con los enfermos, con las religiosas. Así fue también aquél día de su martirio. La capilla estaba vacía de gente. Una luz tenue mañanera, un silencio que se escuchaba, y aquel mismo altar que sin pudor pude besar tantas veces. Como también el lado en el que cayó muerto llenado el suelo de sangre.
Oré callado, como quien no tiene nada que decir de tanto como tenía que escuchar, tanto que aprender de un Arzobispo santo que aprendió la lección en el libro de los pobres con el que Dios nos muestra su mejor sabiduría. Oré un rato largo y pedí tantas cosas humildemente. Fue allí, la última misa de Monseñor. La última, como representa siempre la misa que recuerda la cena postrera del Señor que culminó en el Calvario. Allí fue su sacrificio celebrando el sacrificio de su Redentor.
Son conmovedoras sus palabras poco antes de su martirio en una entrevista que le hicieron: «He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirle que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Como pastor, estoy obligado por mandato divino, a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme… El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad… Puede usted decir, si llegasen a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan”. Este fue su testamento, el propio de un cristiano.
He recordado que un romero es quien peregrina a Roma, como hicieron desde siempre los cristianos al corazón de la Iglesia. Se peregrina a las tumbas gloriosas de Pedro y Pablo, a las catacumbas de los mártires. El nuevo beato, Mons. Romero, es lugar de peregrinación en donde Dios ha triunfado como en los primeros cristianos. Su palabra última fue la del perdón. No un perdón mojigato y servil, sino el perdón que sabe urgir a la justicia y construye con misericordia los caminos de la reconciliación que nos hacen hijos ante Dios y entre nosotros hermanos.
Tuvo una fe expresada con hondura y sencillez, respetuosa en lo grande y lo pequeño de cuanto la Iglesia decía, estrechamente unido al Papa, y tiernamente devoto de la Virgen María. Ruega por nosotros, buen hermano, Mons. Romero de El Salvador, mártir de Cristo, y que sepamos nosotros entender tu palabra y tu pasión en la Diócesis de Oviedo.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo