Querido señor Vicario de la Prelatura del Opus Dei para Asturias, señor Deán de la Catedral y demás sacerdotes concelebrantes, diácono, religiosas, hermanos y hermanas todos en el Señor: paz y bien.
Por definición la palabra Eucaristía significa “acción de gracias”, “gracia buena”, y podría parecer una redundancia tener una Eucaristía de Acción de gracias como la que esta mañana nosotros estamos celebrando en la catedral de Oviedo. Y, sin embargo, tiene todo su sentido, más aún, es la única que nos cabe expresar: dar gracias por la gracia. De manera absoluta damos gracia por la gracia de Jesucristo nuestro Redentor, pero también por todos los medios que Él ha puesto inmerecidamente en nuestro camino como recordatorio de su palabra y representación de su compañía.
El gran historiador alemán Walter Dirks hablaba en un importante trabajo que tituló “La respuesta de los monjes”, cómo Dios respondía a cada generación cristiana a través de los santos, y éstos son el lugar en donde el Señor vuelve a proponernos lo que quizás estábamos olvidando o no lográbamos descubrir. De modo semejante el teólogo Hans Urs von Balthasar dirá que los santos son una exégesis viviente, es decir, los santos no son comentaristas de la Palabra de Dios desde su ciencia bíblica, sino desde la fidelidad cotidiana de una vida santa. No ha sido la ciencia únicamente, sino la propia vida, la que mejor ha podido explicar y hacer creíble lo que Dios sin engaño nos ha dicho a todos sus hijos.
Dios responde con sus santos, el Señor nos explica su Palabra a través de quienes la viven. Este es el motivo por el que hoy aquí, este grupo numeroso de cristianos damos gracias al buen Dios por la gracia de uno de nuestros hermanos que la Iglesia nos acaba de proponer como modelo en el que mirarnos. Es lo que siempre hace al señalarnos a un santo. No es un héroe mundano, ni alguien sofisticado como superhombre extraño. En este caso se trata de un sacerdote que ha sido contemporáneo: Don Álvaro del Portillo, primer sucesor del Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer. Al menos a mí me conmueve ver que esta persona no es alguien de un tiempo remoto que no ha tenido conocimiento con lo que a nosotros nos puede estar pasando en nuestro mundo actual tan complejo y tan simple a la vez, tan hermoso y tan corrompido al mismo tiempo. No, no es un santo beato de otro tiempo para otro tiempo, sino un santo beato de estos días para nuestro momento.
Junto a muchos de vosotros estuve en la ceremonia de beatificación en Madrid el sábado 27 de septiembre. Una inmensa muchedumbre de gente buena que no se resigna a las cosas zafias y perversas, se asomaba a un ejemplo de vida cristiana ejemplar en la persona de Don Álvaro. La santidad era para todos, la santidad era contemporánea. Lo he dicho en mi carta semanal de hace unos días, que me conmovió poder escuchar el testimonio de obispos, sacerdotes y laicos con los que pude hablar y me decían emocionados: yo estuve con él, me hicieron bien sus palabras, encendió en mi alma la luz que sólo Dios regala, me sacó de mi abismo y me asomó al horizonte que salva. Este testimonio, algunos de los aquí presentes también lo pueden decir.
Habían conocido a un santo, a alguien que vivió su vida cristiana con la sencillez cotidiana que hace de la santidad algo de cada día, en cualquier circunstancia. Es el mensaje que San Josemaría propuso y que de modo fiel y ejemplar vivió el hoy ya beato Álvaro del Portillo. Ser santos en la trama que se hace tanto día laborable como día festivo, en cualquier camino profesional, a cualquier edad, en las distintas vocaciones cristianas… mientras que tu vida responde a aquello para lo que Dios la llamó a vivir.
Hay un texto de Don Álvaro, escrito en 1991, en donde él retoma lo que es el corazón del carisma que recibió de San Josemaría a propósito de la santidad en la vida cotidiana: «Podría parecer imposible que una persona con una intensa dedicación profesional, que ha de ir de aquí para allá, o permanecer horas concentrado en su lugar de trabajo, logre mantener por medio de esas mismas tareas una continua conversación con Dios. Desde 1928, por la Bondad divina y la correspondencia santa de nuestro Padre, es una meta asequible, con unos medios concretos, para millones de hombres y de mujeres. La vocación a la Obra -ha escrito nuestro Fundador- “nos ha de llevar a tener una vida contemplativa en medio de todas las actividades humanas (…), haciendo realidad este gran deseo: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios”» (A. Del Portillo, Caminar con Jesús al compás del año litúrgico. Cristiandad. Madrid 2014, 244).
La santidad cristiana es siempre la resulta de un encuentro entre la gracia de Dios que nos llama a parecernos a Él y la libertad nuestra que secunda esa llamada. No se trata de una decisión nuestra, sino de un seguimiento a la voz de Otro que nos ha creado para esto y a esto nos llama. Ahora bien, ese camino cristiano que encuentra en la santidad su último destino, no es un camino que pueda recorrerse en solitario, porque aún siendo siempre un itinerario personal, jamás será un camino privado. Personal sí, privado no. Y es aquí donde aparece el inmenso regalo de la amistad verdadera que providencialmente se nos brinda en nuestra existencia como una compañía que hace más fácil y fiel nuestra llegada a nuestro destino: haber encontrado personas significativas que nos han ayudado a buscar y abrazar la verdad; personas que nos han permitido comprender la belleza y la bondad para las que hemos sido creados.
Porque podemos confundir a los otros, podemos destruir a los demás, podemos tal vez apropiarnos de cuanto Dios mismo nos da y nos dice en ellos. Y esta apropiación sería la relación que usa y tira al otro, que lo despeña, que le impide que crezca y madure en la gracia y armonía. Pero podemos establecer una relación con el otro de tal manera, que yo me sepa y me sienta corresponsable de su dichosa felicidad, es decir, de su santidad.
De tantas cosas que podríamos decir del Beato Álvaro del Portillo, destaca su preparación técnica como ingeniero, filosófica, teológica y canónica. Todo lo puso como al servicio de la Iglesia a la que amó entrañablemente y a la humanidad concreta. Pero al mismo tiempo gozaba de una bondad y sencillez que le hacían admirable y asequible por todos, como hemos escuchado en la lectura de San Pablo a los Colosenses. Y teniendo esta exquisita afabilidad en el trato lleno de respeto y delicadeza, gozaba también de una fortaleza evangélica a prueba de pruebas, haciendo verdad al sobrenombre que san Josemaría le impuso desde los comienzos: saxum, roca.
No obstante, podemos apuntar un perfil que le une a su santo fundador: san Josemaría. Es una relación que hace las cuentas con esa amistad cristiana que ha despertado en el otro la actitud atenta para que no pasara desapercibido el acontecimiento cristiano por antonomasia de su encuentro con Cristo, que ha acompañado el camino de un hermano sin más pretensión que la de hacerle el bien compartiendo con él lo más precioso que había encontrado. De un modo desenfadado pero con hondura manifiesta, lo decía san Josemaría en uno de sus escritos sobre la vocación cristiana: «Un día… quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de Él» [San Josemaría Escrivá de Balaguer, «Vocación cristiana», 1, en Id., Es Cristo que pasa, (Rialp. Madrid 2002)].
Lo que me toca el corazón es ver a Don Álvaro que fue cogido de la mano por San Josemaría, y los dos han llegado a ser santos. La pregunta que me hago, que esta mañana me hacía preparando esta homilía es: ¿a quiénes tenemos que tomar nosotros de la mano, y ofrecerles en nuestros gestos y palabras el testimonio santo de una santidad tan cristiana como cotidiana? Ellos nos anteceden e interceden. ¡Qué hermosa es la Iglesia que ve nacer en cada tiempo a sus santos!
Termino aludiendo al evangelio que hemos escuchado, y que Don Álvaro con su vida santa es el mejor comentario. Hay una amistad sorprendente que Jesús nos ofrece a cada uno de sus hermanos, a los que salvó con su vida entregada. Nos llama amigos para confiarnos el amor de su Padre, el amor suyo por Dios. Es Dios que ama a Dios como un hijo ama a su padre. Pero nos pide que nos amemos entre nosotros, amigos suyos, siendo amigos entre nosotros para que podamos testimoniar así el amor de Dios. Esta ha sido la herencia que Don Álvaro recibió de San Josemaría, y es la que nosotros recibimos de ambos. Los tenemos como ejemplo y como intercesión, al tiempo que son el gran referente de aquello mismo a lo que el Señor nos llama: ser santos cotidianamente. Esto queda sintetizado en el prefacio de los santos en el Misal Romano: «Tú nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino, para que, animados por su presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos la corona de gloria que no se marchita» [Misal Romano, Prefacio de los Santos, I. (BAC. Madrid 1981) 978]. Es decir, un ejemplo, una intercesión y una participación que nos recuerda la misma vocación a la que estamos llamados y desde la misma situación humana en la que cada uno en su circunstancia peregrina hacia la gloria.
El escritor Chesterton decía que la mediocridad es estar ante algo grande y no reconocerlo. Esto es lo que se reconoce también en don Álvaro, en San Josemaría, algo que cada uno de nosotros está llamado a saber agradecer con reconocimiento humilde en estos santos que Dios pone junto a nosotros en la trama cotidiana de nuestro camino.
Por todo esto damos gracias, por la gracia de haber recibido en Don Álvaro un hermano santo que nos acompaña. Que la Virgen Santa a la que tan tiernamente amó, y en cuyo santuario de Covadonga tantas veces rezó, nos bendiga junto él.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo