[Deut 8,2-3.14-16; 1Cor 10,16-17; Jn 6,51-59]
Querido hermano en el episcopado D. Gabino, Señor Deán, Cabildo Catedral y hermanos sacerdotes, Excelentísimas autoridades, miembros de vida consagrada, Asociaciones eucarísticas, Cofradías y Hermandades, fieles cristianos laicos: paz y bien.
Lo decía antes el refrán popular sobre los tres jueves que relucen más que el sol. El jueves de Corpus era uno de ellos. Trasladada su fiesta al domingo, sigue reluciendo como debe y llena de su luz nuestros caminos.
Se vuelve a escenificar año tras año esta celebración que culmina en la procesión por nuestras calles y plazas. La custodia principal llevará a Jesucristo en su presencia eucarística, pero la custodia más importante la representan los niños y niñas que han hecho en este año la primera comunión. Ellos son la mejor obra de arte, la más inocente y hermosa para pasear a Dios en medio de nuestras plazas y calles. Me alegro con ellos, les felicito, y les agradezco que hayan querido acompañarnos en este día tan especial.
Acabamos de escuchar el evangelio de esta fiesta que nos presenta el célebre discurso de Jesús sobre el Pan de Vida que tanto escandalizó a los jefes de Israel, y que dejará un tanto perplejos incluso a las personas que empezaban a seguir con creciente entusiasmo: «Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6,52).
Efectivamente, aquello de que hay que comer su cuerpo y beber su sangre… al menos sonaba raro, extraño. No asombra, pues, que algunos decidieran dejar de escuchar y frecuentar a un maestro que tan extravagantemente se las gastaba: «Muchos discípulos, oyendo estas cosas a Jesús, dijeron: ¡está exagerando! ¿quién puede aguantar semejante discurso?» (Jn 6,60). Tanto será el asombro de sus discípulos que tendrá que preguntar a los Doce: «¿También vosotros queréis abandonarme?» (Jn 6,67), a lo que responderá Pedro espléndidamente aquello de «Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras que dan vida eterna» (Jn 6,68).
No obstante, la polémica de fondo que levantó este discurso de Jesús, no era sólo la extrañeza que despertó entre la gente sencilla que le escuchaba. Sobre todo estaba la indignación hostil que provocó ante los judíos doctos. Estos no se irán porque no entendían casi nada –como les pasó a la mayoría de los oyentes–, sino porque entendían demasiado bien: hasta el punto de ver en Jesús una corrección o una superación de sus postulados religiosos. Jesús era, efectivamente, la alternativa del maná.
Jesús se presenta como el pan bajado del cielo, pero con tal cualidad que a diferencia de aquel otro pan que también bajó del cielo, el que Jesús ofrece no vale para quitar el hambre fugaz y momentánea, sino el hambre más honda: la del corazón: «Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). Obviamente, aquellos maestros judíos no aceptaban que nadie hiciese sombra a su historia y a su tradición, y menos aún un paisano: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? Conocemo bien a su padre y a su madre. ¿Cómo es que dice: yo he bajado del cielo?» (Jn 6,42).
Era verdad que Dios había dado ya una vez pan a su pueblo: el maná que envió a sus hijos en el desierto, pero no aprendieron, ni siquiera entonces, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Deut 8,3), como nos dice la primera lectura. Y esta será la crítica que Jesús les hará en esta ocasión, cuando al comienzo de esta polémica les dice: «Vosotros me buscáis no por los signos milagrosos que hago, sino porque habéis comido pan y habéis saciado vuestra hambre» (Jn 6,26).
Jesús viene como el Pan definitivo que el Padre envía, para saciar el hambre más profunda y decisiva: la del corazón, el hambre de vivir y de ser feliz. La carne y la sangre de la que habla Jesús no es una invitación a una extraña antropofagia, sino un modo plástico de indicar que Él no es un fantasma, sino alguien vivo. Y su Persona viva es el Pan que el Padre da. Comer este Pan que sacia todas las hambres significa adherirse a Jesús, es decir, entrar en comunión de vida con Él, compartiendo su destino y su afán, hacerse discípulo suyo, vivir con Él y seguirle.
Eucaristía y compromiso con los necesitados
Pero atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos «ocupados» en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de sus hermanos los hombres. Por eso comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al presentarnos hoy la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en el sacramento de la Eucaristía, nos presenta al mismo tiempo a los pobres e indigentes, en el día nacional de Cáritas. Difícil es comulgar a Jesús, ignorando la comunión con los hombres. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre básica de los hermanos.
Al comienzo de esta Santa Misa hemos procedido a firmar los nuevos Estatutos de nuestra Cáritas Diocesana. Es una manera de recordar la estrecha vinculación entre estos dos amores: el de Dios y el de los hermanos. Porque aquel mismo Jesús que dijo que estaría con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, es el que nos señaló a los pobres de todas las pobrezas diciéndonos que lo que hiciéramos o dejáramos de hacer con ellos, es como si lo hiciésemos o lo dejásemos de hacer con Él.
Aprovecho este momento y esta celebración para agradecer lo mucho y bueno que se hace desde Cáritas como brazos alargados de la caridad cristiana en nuestra Diócesis de Oviedo: su dirección, sus profesionales y sus muchos voluntarios. A las puertas de Cáritas llaman muchas manos. Los nudillos de los pobres cuando pican nuestras puertas tienen detrás el tam-tam de tragedias, de penurias, de desilusiones, de miedos, soledades y desamparos. Los pobres de siempre y los que en estos meses la crisis económica y moral está generando, se agolpan en las puertas de Cáritas. No llaman a otras puertas, bien lo saben ellos porqué. Pero detrás de la de Cáritas siempre habrá alguien que acoja con cuidado, con respeto, con empeño, lo que podemos hacer por ellos.
Nos piden cifras y números para escribir titulares, pero nosotros preferimos conocer los nombres de personas cuya situación aunque sea tantas veces vergonzante nunca para ellos mismos es anónima. Nos piden estadísticas y tendencias de campo, pero nosotros preferimos conocer historias de cada persona sola y hundida, de cada familia destrozada, de cada mujer maltratada y herida, de cada madre gestante y de cada hijo en peligro de no nacer, de cada inmigrante fugado, de cada sin techo con domicilio en la calle, de cada preso que quiere arrepentido recomenzar la vida, de cada alcohólico o drogadicto que te grita de mil modos su callejón sin salida. ¡Cuántos rostros tiene la pobreza! ¡Cuántos abrazos y palabras se deben hacer concretos cuando salimos al encuentro de los hermanos más necesitados, imitando el mismo amor de un Dios que sin dejar de serlo se ha hecho humano y solidario!
Necesitamos mirar a Jesús. Necesitamos pasear su amor por nuestras calles y plazas, tras haber celebrado esa Presencia eucarística en la Santa Misa. Él camina por donde andan nuestros pasos, en las encrucijadas de nuestros encuentros y nuestros desencuentros, allí por donde deambulan nuestras penas lloradas y nuestras esperanzas sonreídas. Pero ese Dios que pasea su vida por donde camina la nuestra, quiere que salgamos al encuentro de los hermanos y hermanas que pone a nuestro lado, y que repitamos con ellos su mismo divino gesto solidario: Eucaristía y Caridad se abrazan en una misma fiesta, como si fuera la misma medalla, la idéntica moneda, con sus dos caras tan inseparables como inconfundibles. Amar a Dios y los que Dios ama. Amar al hombre reconociendo en él a quien Dios amó entregándose del todo.
Corpus Christi, compromiso de Dios que pasea nuestras vidas e historias, que acompaña nuestras soledades y nos abraza con una entraña sólo digna y sólo propia del Señor. Dios es Amor. Como dice Benedicto XVI, “todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in veritate, 2). Es la fiesta del amor de Dios que se hace fraterna caridad, asombro ante el Corazón de Dios y abrazo a los hermanos. Los pobres nos miran y en ellos Dios nos compromete para que seamos custodios de sus pocas alegrías y cirineos de sus muchos llantos.
Que María nos ayude a llevar a Jesús a todos los rincones como hizo con su prima Isabel, y a reconocer en los demás la falta de vino en las bodas de la vida, como sucedió en Caná. Hoy es Corpus Christi, la fiesta de un amor de Dios y del hombre se abrazándose en la caridad, nos vuelve a recordar que somos hermanos.
El Señor os bendiga con la Paz.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo