El domingo de la Santa Trinidad, que sigue al de Pentecostés, la Iglesia en España nos propone una mirada a estos hermanos y hermanas. La discreción de su camino vocacional hace que aparentemente no se dejen notar. Y sin embargo ahí están cumpliendo una preciosa misión que vale la pena conocer con todo nuestro interés y sostener con nuestro afecto, oración y ayuda en sus necesidades.
Nuestra Iglesia está emplazada a salir, como nos recuerda con frecuencia el Papa Francisco, e ir a todas esas fronteras en donde los pobres de tantas pobrezas malviven y sobreviven en su penuria, en su abandono y desesperanza. Las penurias tienen muchos nombres, como lo tienen los abandonos y el haber perdido la esperanza. En medio de esta situación y yendo al encuentro de ella, hemos de anunciar el gozo del Evangelio, una Buena Nueva que acerque la bienaventuranza a tantas desdichas. Esto lo debemos hacer todos, cada cual con su edad, en su entorno y desde la vocación que ha recibido en la vida.
Entonces viene la pregunta: ¿qué hacen al respecto los contemplativos? ¿No estarían mejor fuera de sus monasterios en las trincheras cotidianas donde se libra la batalla por la vida, por la verdad, la bondad y la belleza? No, abandonemos ese discurso demagógico de no mucho tiempo atrás, y reconozcamos el bien de gozosa evangelización que estos hermanos y hermanas nos brindan precisamente orando. Ellos evangelizan con su silencio siendo oyentes y al tiempo portavoces de una Palabra de vida. Y en la paz de sus claustros ellos no se emboban en una quimera vacía, sino que descubren y adoran una Presencia que les constituye en portadores de esa dulce y divina compañía.
Cuando embarrados, cansados y saturados, tocamos la aldaba de la puerta de un monasterio, de pronto entramos en un ámbito que es también nuestro porque en él encontramos a quienes nos acogen como huéspedes fraternos, nos lavan las heridas del camino, ponen el bálsamo de la paz en nuestros conflictos, nos nutren con el alimento que jamás caduca, y nos introducen con su cuidada liturgia en la escucha de un Dios que siempre habla y en la adoración de su divina belleza jamás marchita.
Ningún camino cristiano puede agotar las distintas posibilidades que Jesús ha introducido en el mundo al proponernos vivir el Evangelio y construir su Reino con la Iglesia. Los monjes y monjas contemplativos tienen esta encomienda de acogida, de escucha, adoración e intercesión como testimonio de su modo concreto de seguimiento del Señor que nos hace tanto bien a los demás cristianos. Evangelizan siendo lo que son, evangelizan orando. Y como decía Pablo VI, ellos representan en medio de un mundo asfixiante y asfixiado por tantos motivos, una zona verde en donde la vista descansa, el aire que se respira es bondadoso y el corazón vuelve a palpitar latidos de esperanza para seguir luego en la brecha de cada cual con decisión y agradecimiento.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo