Hay bosques que saben guardar secretos. Sobre todo cuando dentro de su foresta se levantan la piedras centenarias de algún monasterio. Suenan sus campanas y todo el valle queda lleno del mensaje discreto que nos invita a la plegaria litúrgica. En su sentido rezo cabe el mundo entero, ese universo que Dios quiso hacer bueno y bello, por más que demasiadas veces se haya trocado en afeado y truncado en perverso. El tañido lejano desde la espadaña de un humilde convento, nos invita a soñar un mundo diverso al que a diario pintan nuestros recovecos. La bondad del origen se puede haber envilecido por nuestros retorcimientos. La belleza original se puede haber manchado fatalmente. Pero la palabra final no la secuestran nuestros desafueros, sino que Dios la hace suya para poner su punto postrero con el sabor de su primer aliento que devuelve el encanto primero.
Así estábamos el domingo pasado en ese lugar cercano y fraterno en las Asturias de Liébana, celebrando la apertura del año jubilar lebaniego junto a nuestros hermanos cristianos de Santander. No faltaron tampoco algunos que desde la Asturias de Oviedo nos allegamos para hacer homenaje agradecido a un nuevo regalo que nos da la divina Providencia para enderezar nuestros entuertos, allanar las altiveces y como mendigos de la gracia de Dios, acoger en toda su hondura una propicia ocasión para la reconciliación de nuestras almas. Era hermoso el rito sencillo de la apertura de la puerta del perdón. Tres golpes con el martillo labrado hicieron de aldaba bendita que nos abría de par en par aquella iglesia de sabor románico que nos acogía con sus brazos abiertos. Y así fuimos pasando por aquel dintel bendecido lentamente: obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, y muchos laicos. Todo el Pueblo de Dios que se ponía en la fila de los verdaderamente pobres para recibir lo que no amasan nuestras manos: el perdón de un Dios que con semejante pretexto festivo hace de esa efeméride una ocasión para darnos su esperado abrazo. La puerta de esa perdonanza se abría a todos cuantos fuimos pasado por ella.
No es una rebaja este regalo jubilar, ni tampoco pasar por esa puerta del perdón era someterse a un túnel de lavado como alguno comentó entre bromas e ignorancias. No es una baratija donde se ponen de saldo lo que cabalmente hablando no tiene precio cuando viene nada menos del mismo Dios. Y, por ese motivo, las gracias que en un año jubilar como el que se inauguraba el otro día en Liébana, suponen una actitud de parte de los creyentes que implica la colaboración y el compromiso de cada uno de ellos. Será Dios quien regale su gracia, pero serán los cristianos quienes deberán desearla, esperarla y recibirla con las debidas condiciones que nos marca la Iglesia para ayudarnos.
Tenemos todavía reciente en nuestra memoria lo que significó para nosotros el año jubilar en Covadonga con motivo del primer centenario de la coronación canónica de nuestra querida Santina. Allí la puerta del perdón era otra, y tenía forma de túnel que acababa en una santa cueva donde una imagen de María nos recordaba cómo la vida es un hogar habitado, en donde hay siempre una Madre que nos acoge y espera para conducirnos al buen Dios.
En Liébana la remembranza es otra: un fragmento, el mayor de los que se conocen en el mundo entero, de la Cruz del Señor. Venerar esa reliquia es rendirse con inmenso agradecimiento a lo que costó nuestra salvación, nuestra libertad, nuestra posibilidad de vivir hasta el fondo la palabra para la que nacimos. Jesús se entregó muriendo en aquella Cruz, cuya reliquia extraordinaria se venera en Liébana, para que la Palabra que eternamente Dios silenció para decírmela a mí y decirla conmigo, no fuera un hablar por hablar, sino el regalo inmenso de que se la siga escuchando. Allí peregrinaremos en breve los cristianos astures. Feliz jubileo.