Ha sido súbito el proceso de santidad con el que la Iglesia sin hacer baratos y sin saltarse sus propias normas, se tomó en serio la indicación del Pueblo de Dios. Juan Pablo II tenía toda la traza de una santidad de nuestros días: había hablado al hombre de Dios de tantos modos, en tantos sitios, y no dejaba de hablar a Dios del hombre contemporáneo que tan bien conocía por haber sufrido en carne propia las luces y sombras de esta generación nuestra.
En la Plaza de San Pedro estaban todos cuantos a través del largo ministerio papal de Karol Wojtyla, se han llevado tanta dedicación de este Papa viajero y misionero que paseaba no tanto las grandilocuentes teorías abstractas, sino lo concreto de las pequeñas cosas, esas en las que se decide nuestra desgracia o nuestra esperanza.
Esa mañana estaban todos allí: los jóvenes, los niños, las familias, los obreros, trabajadores y sindicalistas, estaban los políticos y los mandatarios de los Pueblos, los intelectuales, también los artistas, los medios de comunicación. Estábamos los Obispos y Sacerdotes, las personas consagradas, los seminaristas y tantos laicos comprometidos con su fe en el mundo de nuestro hoy.
Fue el primer Pontífice de la Historia que entró en una Sinagoga y en una Mezquita, borrando con el gesto sincero siglos de incomprensión. No se trataba de un guiño demagógico para poner relativismo sin más, sino el honesto deseo de señalar los puntos comunes en los que estamos de acuerdo sin fingimiento entre las grandes religiones monoteístas de la tierra y los hombres de buena voluntad.
Un rotativo romano hablaba esa mañana de su beatificación de cómo Juan Pablo II dio la vuelta al mundo treinta y una veces. ¿Cuántas situaciones pudieron captar los ojos de padre joven o de padre anciano en Wojtyla? ¡Cuántos abrazos lleno de ternura hacia niños o lleno de respeto hacia mujeres! ¡Qué hermoso esa actitud de estrechar contra su pecho lo que se hace duro y difícil o lo que se hace bello y admirable!
En la exhortación Christifidelis Laici decía: “una vez más repito a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna» (n.34).
La mañana de la beatificación de Juan Pablo II hemos visto conmovidos a niños a los que besó y bendijo, a jóvenes a los que comprendió y acompañó sin demagogia, a adultos a los que dijo palabras de verdad cuando se caen las ideologías, a ancianos cuyos límites físicos compartió sin disimulo. Nos queda su testimonio, su magisterio, su apasionada forma de amar a Dios, de amarlo en esta Iglesia y en el hombre contemporáneo, nos queda ahora la gracia de su intercesión. En la Plaza del Vaticano, hemos visto asomarse a este gigante de la humanidad y de la fe. El Papa que nos ha visto crecer. Benedicto XVI ha vuelto a invitarle a que nos bendiga desde esa atalaya que coincide con el hogar del Buen Dios. A esa intercesión nos acogemos en el camino que recorremos.
Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo