Ha sido un año intenso en el que la mirada ha estado focalizada en ese millón largo de cristianos que desde sus diferentes carismas y familias religiosas han hecho del seguimiento de Jesús la razón de su vida, el nombre que llena sus corazones y el motivo por el que se entregan a los demás hasta el extremo más heroico. Los consagrados, esos hombres y mujeres que han hecho del evangelio su hoja de ruta cotidiana, representan el testimonio fehaciente de lo que supone ser cabal discípulo de Cristo en todas las encrucijadas, en todas las periferias, allí donde las heridas de los hermanos están aguardando el bálsamo samaritano de la ternura y la misericordia.
Hemos celebrado un encuentro en Roma donde han participado seis mil consagrados de todo el mundo y de todas las formas de vida religiosa. Éramos un puñado pequeño de obispos, entre los que estábamos los que formamos parte de la Comisión episcopal de Vida Consagrada en España. Pude saludar a varias hermanas asturianas que también estaban convocadas a este encuentro gozoso y tan diverso, como si fuera una soleada mañana de Pentecostés en donde el Espíritu del Señor nos permitiese asomarnos a todos los carismas juntos que a través del tiempo han ido enriqueciendo a la Iglesia con el paso de los siglos.
Desde las órdenes de antigua tradición hasta las nuevas formas de vida consagrada, todas estaban allí. Detrás de cada comunidad y familia religiosa había un anhelo de testimoniar el compromiso del mismo Dios por el devenir de sus hijos: las lágrimas que tantos ojos no dejan de derramar; las preguntas que no pocos se siguen poniendo y para las que no siempre hay respuesta inmediata; la esperanza tan frecuentemente asediada y secuestrada en el horizonte cotidiano de gente que ha perdido su trabajo, sus valores y certezas, los amores que le daban una sana seguridad; la alegría que no llega o que tan fugazmente caduca como contento que nos renueva la mirada y acompaña los deseos más auténticos.
Ahí están cada uno de los carismas, tantos hombres y mujeres que mirando a Jesús se han sentido llamados a imitar un gesto suyo, a seguir como discípulos el compromiso de algún ademán. Y esto se ha traducido en preciosas historias con enfermos y ancianos en hospitales y centros geriátricos, con niños y jóvenes en su educación integral a través de tantos colegios, en epopeyas misioneras que han surcado los mares y han dejado las propias tierras, en claustros monásticos donde se ha cultivado el silencio que nos grita palabras que no pasan y se ha ofrecido la acogida para quienes tanto necesitan la paz.
El Papa Francisco les ha dicho: sed profetas en medio de un mundo extraño, sed cercanos con vuestros prójimos más a la vera, sed testigos de una esperanza que no engaña ni defrauda. Cada uno de los consagrados en su surco particular, en su historia propia, en el tajo en donde trabaja haciendo un mundo reestrenado y una Iglesia nueva. Y como se decía al final del encuentro celebrado en Roma: la vida consagrada es como una caricia llena de ternura con la que Dios sigue abrazando a la humanidad. Todo un motivo con el que se clausura un año dedicado a la vida consagrada, pero que a cuyo término todos volvemos a empezar la divina aventura de seguir a Jesús, como discípulos por Él llamados, para hacer un mundo como su corazón lo soñó. Fundadores y fundadoras, rogad por nosotros, y que la historia que con vosotros dio comienzo se siga viendo y escuchando en cada uno de vuestros hijos e hijas espirituales con continúan vuestro carisma en nuestro tiempo.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo