Dios pasa “entre” nosotros sin pasar “de” nosotros. Ese Dios humanado nos dirige una palabra de aliento habiendo experimentado nuestro desaliento, y Él enciende una luz alumbradora sabiendo en carne propia cómo son nuestros apagones oscurecedores, y proclamará una vida nueva no sin antes haber masticado la muerte amordazadora. Por eso Jesús no tiene una humanidad prestada o virtual, sino que abrazó nuestra realidad con todas las consecuencias. Como dice la carta a los Hebreos, no tenemos un Dios “que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15).
Al paso de Dios que pasa, nos disponemos a celebrar la Semana Santa, en la que conjugamos la piedad llena del fervor más tierno, junto a la religiosidad popular que pone en escena nuestro talento artístico y cultural de la mejor calidad. Serán procesiones, que con sus pasos y sus cofrades, nos permitirán mirar rincones de aquella primera Semana Santa de la historia, en donde se pagó con amor lo que no tenía precio. Serán nuestros cantos y oraciones, que llenarán de plegaria nuestras lágrimas y de esperanza nuestro anhelo. Serán nuestras celebraciones litúrgicas, que acompasarán los momentos centrales del triduo pascual, viviendo el mensaje del jueves santo, del viernes santo y del sábado santo, para permitirnos llegar con gozo renovado, a la alegría resucitada de la mañana pascual volviendo a empezar nuevamente.
Dios pasa entre nosotros, Él se ha hecho pascua singular, dándonos motivos de esperanza: la que se deriva de que somos amados realmente por el Señor, que conoce mi nombre, que sigue mis senderos, que escucha mis latires y que me sigue invitando al cielo. No es un Dios intruso, metijón y molesto, sino alguien que tiernamente me acoge, pacientemente me acompaña y espera salvarme con todo su empeño.
Decía el Papa Francisco que «a menudo, la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae y nos pide. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Él nos sorprende siempre. Dios es así. No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestras vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia cansados, decepcionados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, pensamos que no lo podemos conseguir? No perdamos la confianza, nunca nos resignemos: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar, no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a Él». En la procesión de mi vida, este amor absoluto de Dios es el que manifiesta su paso, discreto y concreto, con el que me acompaña como nadie y para siempre. Dios pasa por mí, sin pasar de mí jamás.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo