Es profundo el valle que serpentea con sus bosques, su río Aller y la angostura o anchura de sus tramos en esa cuenca minera que se corona en el puerto de San Isidro, colindante ya con León. Un rincón asturiano de sencilla belleza, donde se enclava el pueblecito de Cuérigo, la patria chica de un allerano que acaba de ser beatificado como mártir de Cristo en Guatemala. El Padre Juan Alonso Fernández, Misionero del Sagrado Corazón de Jesús, llegó a la zona norte del país llamada El Quiché, cuando apenas contaba 27 años, justo después de recibir la ordenación sacerdotal.
Es siempre incómodo el Evangelio cuando se proclama desde la vida con la palabra y con los hechos. Sucedió con Jesús y con las primeras generaciones cristianas, que tuvieron que pagar el alto precio de su propia vida para ser fieles a la misión encomendada. Es una constante en la larga historia de la Iglesia, regada fecundamente con la sangre de los mártires de cada época. En El Quiché trabajaban tres Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús, José María Gran, Faustino Villanueva y Juan Alonso. No eran activistas políticos ni sindicales, no se enrolaron en la guerrilla. Anunciaban la Buena Noticia del Señor, el Evangelio, y de ese modo comunicaban a la gente sencilla el latido de ese Sagrado Corazón que palpita en el mismo Dios y en sus corazones cristianos. La catequesis, la transmisión de los valores evangélicos que aparecen en Cristo, en María, en los santos, y que construyen un mundo distinto en la paz sin tregua, la justicia sin siglas, el amor lleno de respeto y fraterna convivencia, la verdad bondadosa y bella. Siempre que una presencia cristiana afirma esa visión de las cosas, levanta sospechas, alimenta rencores y, tantas veces, propicia la censura que llega a quitar la vida.
Así lo hicieron con Jesús, cada vez que Él hablaba palabras que traían esperanza, o mostraba signos como milagros que abrazaban las preguntas y restañaban las heridas. Esa fue su peligrosa subversión que había que sofocar de plano. Y acabó en la cruz, entregado por un discípulo que le besó traicioneramente. Así han ido luego cayendo los mártires que por vivir como Jesús vivió, por proclamar el Evangelio que Él predicó, por estar al lado de los que sufren la pobreza de todos los nombres, se sufre el acoso, el derribo, la exclusión. La persecución puede tener muchos formatos, y también puede ser diverso el paredón en el que te fusilan. Pero en el andar de los siglos, el cristianismo siempre ha sido incompatible con la oscuridad que encubre, con la mentira que engaña, con la injusticia que envilece, con la violencia que mata.
Aquellos tres Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús, con nuestro Padre Juan Alonso a la cabeza, dieron su vida por aquella gente y por amor a Dios. Pudieron haber escapado y salvar su piel, pero prefirieron quedarse con aquellos campesinos mayas. Como dice Mons. Bianchetti, actual obispo en El Quiché, a los mártires los mataron «porque siguiendo a Jesús desde su fe, no desde una ideología, sino desde sus creencias, estaban comprometidos en el desarrollo social y espiritual de sus paisanos». Arcadio Alonso, hermano del mártir asturiano, ha escrito un bello libro reconstruyendo la biografía del misionero. Lo ha titulado “Tierra de nuestra tierra”, que es el epitafio que aquellos campesinos guatemaltecos quisieron dedicar al Padre Juan. No fue alguien que pasó por aquellos lares, sino alguien que se quedó abrazando en nombre de Jesús y del Evangelio, las vidas de aquellos pobres. Dice Arcadio que los mártires fueron «los que dieron sentido a todo, el signo más evidente de la presencia de la Iglesia verdadera en Guatemala. Lo que hicieron y lo que padecieron fue un acto de amor, luz en medio de muchas tinieblas». A estos mártires nos encomendamos. Beato Juan Alonso, ruega por nosotros.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo