No ganamos para pintura pinturera, ni para telares de disfraz. Son días de mucho trajín de aquí para allá echando al vuelo la creatividad, la imaginación, tejiendo con ingenio lo que representan con desenfado las jornadas del carnaval. Pero hay carnavales y carnavales, porque los hay de todos los gustos, con algunos disgustos y desigual calidad. No debería enconar los ánimos de nadie este gesto que recurre al humor disfrazado, para exhibir sin malicia ni soez provocación una simple representación que no llega a la transgresión insultante, despectiva e hiriente. Flaca conquista de libertad si para llegar a esa cota hay que enarbolar el libertinaje, o si para esgrimir unos presuntos derechos hubiera que conculcar los derechos de los demás.
Los carnavales no son ya la válvula de escape de una sociedad reprimida por los represores reinantes, en cuyo escenario trucado se pudiera representar la ficción liberadora tras una máscara lo que, acaso, no sería lícito ni plausible en el escenario cotidiano y habitual. Pero al hilo de los carnavales, hemos asistido en varios lugares del ruedo nacional, a la enésima andanada que tiene como diana los sentimientos de la fe de los creyentes. Así, con esta excusa y en tamaña guisa, también nos hemos desayunado con proclamas carnavaleras que no han resultado ni inocentes ni divertidas, sino que han pretendido hacer de la mofa su particular gracieta amparándose en la libertad de expresión (sólo la suya, por cierto), recurriendo a la ofensa y al esperpento que manchan la expresión y confunden la libertad. Malas artes estas, las de acudir a este recurso para pretender normalizar derechos y libertades que algunos se empeñan en reclamar desde su victimismo de tribu cultural.
La intolerancia de los abanderados de tolerancia prestada, la dictadura de quienes avalan con trampa sólo sus democracias, el pluralismo de quienes no permiten la más mínima discrepancia, es el empeño en dibujar con tinta antisistema el mapa de la nueva sociedad. Son los que no saben cómo borrar el paso milenario de una fe que, además de haber sido la expresión religiosa del corazón humano ante el Misterio que se hizo historia en Jesucristo, ha generado al mismo tiempo cultura, derecho y convivencia, donde el arte abraza la belleza, las relaciones se ayuntan con bondad, y el humor no se hace cínico censurando la verdad.
Lógicamente, no todo se ha hecho siempre bien por parte de los cristianos, y no pocas veces se han cometido parecidos errores de los que los creyentes en tantos escenarios son en este momento las víctimas. Pero la evolución de la conciencia histórica, el aprender de los propios errores y tener la audacia humilde de pedir perdón (cosa que no hace casi nadie), da como resultado el perfil verdadero de una persona que sabe vivir su fe religiosa sin traicionar su tradición, y sin expresarla contra nadie, conviviendo con otras posturas religiosas, culturales y políticas que no coinciden con sus postulados teóricos ni con sus opciones prácticas. Este es el verdadero diálogo, el sano pluralismo, el ecumenismo religioso y la madura complementariedad.
La sociedad no debería tener la temperatura crispada que en este momento marcan los termómetros sociales, y hay motivos para invocar una serenidad adulta para edificar sobre roca firme la ciudad en la que todos cabemos sin revisiones resentidas, sin ajustes de cuentas, y sin revanchas que insidian bloqueando la paz. Precioso iter para una cuaresma cristiana que no resulte un piadoso brindis al sol.