Porque la alegría no es la ausencia de problemas, sino la llegada de un modo nuevo de ver la vida de cada día, con sus luces y sus sombras, sus derrotas y sus conquistas, sus dramas impostores y la esperanza de sus dichas. Es lo que ya el libro de los Hechos recogía ante la llegada del cristianismo a Samaria: «La ciudad se llenó de alegría» (Hch 8,8). Y así se tituló mi exhortación postsinodal y dio nombre luego al Plan Pastoral Diocesano que tenemos en curso.
Una alegría que no caduque ni claudique, que no engañe ni nos haga chantaje. Que abrace con humildad los motivos de mi esperanza en la circunstancia concreta de cada día. No se trata de una quimera, ni siquiera de un legítimo deseo, sino de algo que ha cambiado la vida de personas y ha transformado el claroscuro de una comunidad. Es algo que la tradición de la Iglesia no ha dejado de volver a verificar con sorpresa y gratitud: ver que una circunstancia puede ser renovada por la gracia de un don que inmerecidamente se regala a quien lo pide, a quien lo espera, a quien lo reconoce. Entonces, el Espíritu que hace nuevas todas las cosas, vuelve a cambiar el caos en armonía como la mañana primera, llenando la ciudad de alegría.
Es también el comienzo de la exhortación apostólica Evangelii gaudium del papa Francisco: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».
Todo este mensaje redunda como quien quiere abrir un nuevo horizonte, en el día del Seminario que siempre celebramos en la festividad de San José. Porque a José se le dijo que no debía temer ante algo que no comprendía o que no contaba con ello. No fue la fuga su respuesta, sino el ponerse al servicio de esa misión que se le pedía, custodiando la vida que se le invitaba a acompañar y proteger. Esta es precisamente la misión del sacerdote, y para esta misión se preparan nuestros seminaristas: ser servidores de la alegría de Dios, que llene de esperanza el corazón de los hombres.
Podemos estar agradecidos por la bendición que supone tener en la Diócesis de Oviedo nada menos que treinta seminaristas. Un regalo que no es pago de nuestra entrega ni conquista de nuestras mañas, sino un don inmerecido que sólo podemos agradecer humildemente y tener la osadía de seguir pidiéndolo a quien únicamente lo puede dar, que es el Señor. Con nuestra oración, nuestro afecto y nuestra limosna, hemos de ayudar a sostener el Seminario.
La alegría de los sacerdotes, la alegría de nuestros seminaristas, cuando no es un fugaz y postizo contento sino la expresión confiada de la fidelidad a la llamada personal, se convierte en el mejor reclamo para otros jóvenes que quizás se están interrogando sobre su camino vocacional. Y ayuda a vivir gozosos la vocación recibida. Necesitamos de servidores de una alegría distinta, que llene nuestro corazón de paz, ponga nuestras manos a trabajar a favor de la justicia y la santidad, y dibuje sin engaño en nuestro rostro la mejor de las sonrisas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo