Aquella noche fue una noche inolvidable. Una mezcla de pena y esperanza es lo que nos embargaba a tantos millones de cristianos y no cristianos. Estaba agonizando alguien importante en nuestras vidas. Sabíamos que el Papa estaba muy grave y fue un modo de acompañar tantos hijos a un venerable padre enfermo. Finalmente el Santo Padre Juan Pablo II, entregó su alma a Dios. Eran las nueve y media de la noche. Sin embargo, aquella noche empezó a ser clara en medio de un comprensible y humano dolor. Un dolor sereno, sin duda, sin desgarro, pero que te encogía las entrañas ante lo inevitable y postrero. Curiosamente la noche ardía en gracia con un insólito regalo: la alegría de ver la pascua cumplida en un padre y un hermano, junto al desasosiego ante un adiós que siempre nos deja tocados.
Desde las primeras horas tras la noticia, la Plaza de San Pedro fue un hervidero de fe y fue lentamente llenándose de fieles, especialmente jóvenes. Con pequeñas candelas, con rosarios en la mano, fijos los ojos en la ventana del Palacio Apostólico, comenzó aquella extraña fiesta: la plegaria, entre lágrimas y sonrisas, entre dolores íntimos y evidentes esperanzas, se hizo hueco para esperar así la mañana. Cantos tenues, avemarías esparcidas por el viento romano y su relente, recuerdos agolpados de tanto vivido junto a aquel hombre que vino de un País lejano como comenzó diciendo en aquella misma Plaza al comenzar su ministerio como Sucesor de San Pedro.
No fue alguien genial o un pensador sólido tan sólo, tampoco su profunda fe de vieja y cristiana raigambre es lo que únicamente nos asombra, sino también su humanidad conmovedora, su solicitud ante las heridas de los hombres, su arrojo valiente en la denuncia de todo cuanto ofende a Dios y destruye a los hermanos, su amor a la Iglesia. Ahí está todo ese inmenso perfil, esa grandeza de alma, ese providencial regalo con el que el Señor ha bendecido a la Iglesia de esta época, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
En aquella noche el pueblo lo dijo ya: “Santo, súbito” (Santo, pronto, enseguida). Con esa intuición que tienen las gentes sencillas, se puso el punto de mira no tanto en una biografía bella, intensa, fecunda… pero que quedaba detrás de ese óbito indeseado, sino que se quiso orientar los ojos hacia un delante eterno. Todo eso que hemos reconocido con gratitud emocionada en el ayer de la vida terrena de este gran Papa, lo queremos ver reconocido en el hoy y el mañana de una vida eterna santa y beata.
La Iglesia lo tomó en serio haciendo los deberes debidos para verificar si era cierto lo que el Pueblo de Dios ya había intuido. Esto es lo que después de seis años podemos asegurar con la autoridad suprema de la Iglesia Católica. Y aquel querido y estrecho colaborador de Juan Pablo II que fuera el cardenal Josef Ratzinger, hoy Benedicto XVI, será quien rubrique un nuevo regalo: la beatificación de su amado predecesor.
En aquella expresión preciosa de la homilía en las exequias de Juan Pablo II, hoy cobra su total significado: «Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro». Esto es lo que pedimos que haga por cada uno de nosotros.
Además de los que podamos asistir a la beatificación en Roma, y a cuantos la seguirán en directo por los medios de comunicación, tendremos en la Catedral de Oviedo en breve, una misa de acción de gracias por el Beato Juan Pablo II.
Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo