Cuando cada año subo con los jóvenes asturianos a pie desde Cangas de Onís (este año en mayo pude subir nada menos que con ochocientos chicos y chicas), siempre me sorprende lo variopinto del paisaje extraordinario que nos rodea como verdadero escenario de lo que la vida misma es: tramos a pleno sol bajo su fragor, tramos protegidos por la sombra con la que los árboles nos ofrecen su amable toldillo; silencios que se pueden escuchar sin el frenesí de la prisa o murmullos de un agua saltarina que nos saluda al pasar los puentes de madera por encima de los arroyos; la canción de los pájaros con trinos de la mejor música natural y el juego de las nubes que dibujan fantasías en el cielo azul. ¡Cuántos rincones surcan nuestros pies peregrinos, cuantos recovecos en los que se pone a prueba nuestra resistencia o en los que hallamos la calma que nos permite respirar en nuestro resuello!
Así, cada uno de nosotros llegamos a Covadonga en este comienzo del curso pastoral. Todos tenemos un nombre, una edad, una circunstancia que hace que nuestra vida tenga la trama biográfica de nuestro momento actual. Poner nombre a lo que llena nuestro corazón de alegría y esperanza, y también a lo que nos deja confusos, asustados o heridos, nos permite estar en Covadonga y allegarnos a nuestra Madre la Santina como quien trae el fardo de sus dolores y el abrigo de sus ensueños.
Muchas veces nos encontramos precisamente ante el desafío de tantas realidades que porfían con nosotros como si la dureza de la vida y los problemas que pueden asaltarnos fueran una especie de losa que nos aplasta o una amenaza que quiere acorralarnos. Cada uno sabe y puede reconocer en sí mismo esta situación que nos echa un pulso como queriendo arrebatarnos la paz del corazón y la luz de la mirada. El Papa Francisco suele repetir que nada ni nadie nos robe la esperanza. ¡Cómo suenan estas palabras tan llenas de verdad! Unas veces son las situaciones externas a nosotros las que pueden atentarnos con este latrocinio cada vez que nos sentimos vapuleados por incomprensiones, desgracias, enfermedades, soledades, pero otras veces somos nosotros mismos los que más nos robamos la esperanza cuando no vemos las cosas como las ven los ojos de Dios ni las vivimos acompañados por su gracia.
Pero comenzar un curso así, bajo la mirada y al calor de la Santina, nos permite asomarnos con esperanza a la realidad que puede ser cambiada. Así lo abrigamos con sereno gozo y así lo compartimos con alegría fraterna en nuestra Iglesia diocesana.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo