Se ha terminado ya la operación retorno y tras esta tregua de religiosidad y de holganza que concluía el Domingo de Pascua, quien más o quien menos regresa a su vida cotidiana. Allí nos esperaba todo en el punto en el que lo dejamos: las fatigas, los ensueños, las preguntas, los entuertos, todo cuanto nos permite gozar agradecidos y aquello que nos acorrala sin tino.
Una luz nos va a presidir durante los cincuenta días que dura la Pascua. El cirio pascual representa la vida amanecida tras todas las noches oscuras. Así fue en Jesús resucitado, así se nos invita a nosotros a acoger con gratitud y confianza. No tenemos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Tampoco Jesús maldijo nada, sino que propuso el cristianismo, como decía el gran escritor Charles Péguy. Lo que hemos hecho al comenzar este tiempo nuevo ha sido sencillamente poner en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos da calor y luminaria. Y como sucede en la noche de Pascua, poco a poco la oscuridad de la muerte se vio denunciada, empujada y vencida, hasta que la luz de la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.
Aquel sepulcro no era un tumba cualquiera. Era un sepulcro vacío, donde no cabía tanta vida, que abrió sus puertas de par en par escuchándose una voz, y salió de nuevo como la vez primera diciendo con sus labios creadores ¡que exista la Luz! Y vino esa luz con toda su bondad y belleza, mucho más que la mañana primera cuando Dios la encendió. Desde entonces la vida tiene otro horizonte que no imaginábamos, y el hogar de los humanos es como un jardín reencontrado, convirtiéndose para siempre en una casa encendida.
Esta es la estrofa y esta la música de nuestro canto que de un modo intenso nos va a durar ocho días. Es un cantar, sí, el cantar de nuestro mejor aleluya porque el Señor resucitó. La muerte no tiene la palabra última ni es nuestra postrera mordaza. No nos basta un momento, ni siquiera un día. Necesitamos los ocho días de una octava para cantar agradecidos el aleluya con toda el alma. Ocho días que añade uno a los siete de la primera creación, porque en el octavo día se renace al primer nacimiento que murió.
El paso, la pascua, de una muerte a la vida, es lo que celebramos los cristianos. No termina tanto gozo en el domingo de resurrección, sino que precisamente empieza, o mejor dicho, nunca termina. Habría que decir a quienes conciben la Semana Santa simplemente como unos días de descanso y vacación que concluyen con la temida operación retorno, que nosotros los cristianos no debemos regresar de lo que en estos días hemos visto y oído, sino permanecer ahí como testigos gozosos de la vida y la luz resucitada, en medio de un mundo cotidiano que sufre aún en tantos hombres y mujeres demasiadas muertes y tinieblas.
Con la Pascua se abre otra procesión que nunca acaba, la que no tiene tiempo, ni calendario, la que atraviesa nuestra vida sembrando en ella su amor y su esperanza. El día de Pascua los hermanos de nuestras Cofradías se quitan los capuchones que pudorosos celaban pecados y penitencias. Hoy ellos dan la cara, la muestran, viendo en sus rostros el paso de la gracia que hace nuevas todas las cosas. Con el gozo de María Reina de los cielos, alegrémonos nosotros también. Cristo ha resucitado. Feliz Pascua florida.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo