Paz sin indiferencia, el rostro de la misericordia

Publicado el 07/01/2016
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escudo

 

Representa el saludo más repetido al comenzar el año y nos lo hemos dicho con un sencillo “feliz año nuevo”. Con esta expresión manifestamos algo muy verdadero ante la gente que queremos bien. Así traducimos un anhelo que palpita en los adentros más nuestros: ser en verdad personas que no renuncian al bien y gentes que siguen nutriendo el deseo sincero de paz. Así dejamos renacer el ensueño de un mundo diferente al que nuestras crispaciones y enconos nos enfrentan por fuera y nos dividen por dentro en la maraña social, económica y política que marcan estas calendas. Porque hay un poso en lo mejor de nosotros mismos, que reclama universalmente poder vivir reconciliados. No se trata de una tregua sin más, por la que momentáneamente enterramos nuestras hachas de guerra como quien se toma un respiro pero sin salir de su trinchera, sino que es algo que nace de nuestro interior con el sello de la verdad que no tiene truco ni ficción. No es quimera costumbrista propia de estas fechas, sino tal vez lo más verdadero que anida en nuestro corazón, y que por extrañas razones no siempre lo dejamos salir como nuestro mejor reflejo.

Debemos aprovechar esta ocasión que siempre es bienvenida cuando nos concita a una entraña verdaderamente entrañable. El Papa Francisco lo ha recordado en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz con motivo del 1º de enero, hablando de los tipos de indiferencia que lesionan siempre la paz: indiferencia hacia Dios, hacia el prójimo más cercano, hacia los pueblos de la tierra y hacia esa casa común que es la creación que nos acoge. Ante esta indiferencia tan globalizada, el Papa apunta a la misericordia como remedio en este año jubilar dedicado a esta virtud cristiana: «La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno».

Pero no se trata de una actitud sincera pero abstracta, sino que en su mensaje papal, Francisco señala con concreción clara su «deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer».

Es, sin duda, una forma siempre necesaria de presentar la paz, no como un consenso pacifista sin más, tantas veces deudor de otros intereses económicos y políticos que utilizan la paz como moneda de cambio, sino una paz que es fruto de la verdad en el corazón y en las relaciones entre las personas y los pueblos. Esa es la verdad que nos hace libres y que nos constituye en instrumentos de la Paz con mayúsculas, la Paz que Dios nos da como un fruto maduro de lo que Él mismo ha sembrado en el corazón de los hombres.

 

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo