Lo vamos a escuchar en estos días una vez más. Eran una pareja joven y la mujer estaba embarazada. Tuvieron que viajar bastantes kilómetros sin muchas comodidades y con el riesgo para el bebé que su madre lleva en su seno. Fue por una especie de real decreto de esos que te imponen los mandamases sin contemplaciones, y tuvieron que ir al pueblo del marido, donde estaba su censo electoral. Pero nos dice bien el cronista evangélico: no encontraban posada. Ni la familia, ni los amigos, ni los vecinos. Hasta que, finalmente, apareció algún generoso donante que prestó lo que tenía: un establo donde guarecerse en aquellas calendas de diciembre.
Conocemos la historia. La adornamos de tantos modos, la festejamos también, y organizamos piadosos jolgorios, comidas de empresa y cenas en familia, holganzas escolares, y luz por las calles junto a escaparates adornados para la ocasión. Los famosos belenes, los árboles con bolas de colores y espumillón. La música típica de estos días entrañables, y como fuente y culmen de todo esto, las celebraciones religiosas de la Navidad cristiana, que nos permite mirar hacia ese Nacimiento revestido de buen gusto y mucho arte, recordatorio viviente del acontecimiento que sucedió hace dos mil años.
En estos días volvemos a mirar lo que ya dejó de ser noticia: tantos hermanos y hermanas nuestros que no tienen posada tampoco. En algún momento se han utilizado sus tragedias para hacerse una foto y colocarse medallas, encaramándose al podio del populismo al uso y dejarse mecer por la ovación de los incautos. Pero terminado el aplauso y no dando más de sí el guiño, los pobres se abandonan y se cierra a cal y canto las puertas a las que siguen llamando otros menesterosos que vienen buscando una posada donde descansar las pesadillas que les persiguen: guerras, violencia, terrorismo, persecución, hambre.
Pueden ser los hispanos que quieren asomar sus cabezas en el coloso americano, o los palestinos que no logran colarse en Israel, los fugitivos del terrorismo islámico, o los parias africanos que vienen nadando hasta las playas de occidente. No vienen en coches blindados, no son berlinas de lujo, y sus pateras no atracan en los puertos deportivos de la “jet set”. Siempre habrá un trozo de humanidad en la que se reedita con lágrimas propias, aquel llanto de José cuando no encontraba para María una posada en la noche de Belén.
En nuestros lares no estamos exentos. Ha ocurrido estos días con esos otros pobres que los cristianos de Asturias queremos acoger en el CEA (Centro de Encuentro y Atención), uno de los servicios que presta nuestra Cáritas diocesana para personas jóvenes que quieren salir del infierno de la droga con un proceso de rehabilitación que tiene en ese centro su primer paso. El rechazo que han sufrido esas personas y cuantos les ayudamos, es una nueva versión de la insolidaridad de una sociedad egoísta que se cierra en sus posadas para no dar cabida a los que sufren tantas intemperies. Decía el Papa Francisco: «Tener dudas y temores no es un pecado. El pecado es dejar que estos miedos determinen nuestras respuestas, condicionen nuestras elecciones, comprometan el respeto y la generosidad, alimenten el odio y el rechazo». El CEA es un centro de Iglesia, de Cáritas. Acogemos a estos hermanos para sacarlos de ese mundo que los destruye, no para fomentar lo que corrompe sus vidas para siempre. Son quienes han sido abandonados por tantos, incluyendo amigos y familiares. El CEA no mancha un barrio, ni lo pone en riesgo de droga y otras corrupciones, sino que abre una posada, la última quizás, para que salgan adelante estos hermanos, rehabiliten su maltrecha dignidad y la deriva de su prematura muerte. Nuestra posada tiene puertas abiertas para quienes, abandonados por todos, necesitan ser acogidos samaritanamente.