Hace unos días hemos regresado de Tierra Santa con la Peregrinación diocesana de Oviedo a los Santos Lugares. Hemos participado 135 personas. Salimos de Asturias como Abraham salió de su tierra para ir a la que el Señor le indicó. Salir de las noticias que nos acorralan cada día entre primas de riesgo, índices bursátiles, imposibles negociaciones de quienes no quieren convenir nada, violencias de toma y daca, el paro que no cesa, el trabajo que no sube, los calores y humores de un verano que pinta sofocos a tutiplén. Salir de esta tierra, sí, pero no para evadirnos unos días fugaces que también terminarán dentro de una semana, sino para poner oídos, para asomar miradas, a un mensaje que no caduca, que a buena noticia sabe, capaz de encender la esperanza sin engañarnos a nadie. Esta Tierra, verdaderamente Santa desde que pasaron por ella Jesús, María y los Apóstoles, nos guarda esta noticia que gratuitamente nos quiere desvelar su secreto.
No quisimos ir con una intención preconcebida, como poniendo precio a nuestro gesto de peregrinar, sino más bien íbamos abiertos a lo que el Señor tuviera a bien decirnos, recordando palabras gastadas y olvidadas, o estrenando tal vez algo con lo que nos quería sorprender para bien de nuestras vidas. Tal y como he ido recordando en el blog que creamos al efecto, verdaderamente Dios ha estado a la altura de su entrañable misericordia y para cada uno ha habido una palabra, un rincón, en donde ha puesto paz en el corazón y ha dilatado nuestra mirada.
A la vuelta, con la emoción de haber estado en los lugares significativos de Jesús, de María y los Apóstoles, a los que los cristianos llevamos peregrinando veinte siglos, nos encontramos con lo que aquí dejamos siete días atrás. Terminamos el periplo celebrando la Misa en medio de las ruinas de una iglesia en Emaús. Allí se marcharon dos discípulos frustrados porque vieron morir al Maestro en la cruz y pensaban que todo había terminado allí. Pero Jesús resucitado se les hizo presente en su fuga y les hizo ver y sentir de otro modo. Ellos quedaron conmovidos, sus ojos se les abrieron, y sus corazones comenzaron a arder. “Quédate junto a nosotros, que el día está ya de caída”, le dijeron, y Él desapareció. Era toda una parábola de nuestra peregrinación. También nosotros veníamos hablando de nuestras cosas por el camino de la vida: ilusiones, frustraciones, los fantasmas de nuestras preocupaciones, o la realidad terca de nuestros sufrimientos reales… todo eso que nos dilata la mirada con esperanza o lo que nos acorrala fatalmente con su impostura. Y podía sucedernos que también nosotros experimentásemos una especie de desencanto o indiferencia ante la aparente ausencia o silencio de Dios. De hecho, en nuestro camino cotidiano que interrumpimos al iniciar esta peregrinación se dan todos esos registros: lo más hermoso y gratificante, lo más duro y preocupante.
Pero como a los dos de Emaús, también a nosotros se nos abrieron los ojos y se nos encendió el corazón. Y volvemos a nuestra realidad, esa que nos esperaba sin tregua. Tal vez la realidad no ha cambiado, pero acaso nosotros la vemos diferente por la gracia que allí hemos recibido. Tierra Santa… Tierra Santa… también es el terruño en donde a diario nuestra vida se despierta, se enfada, se enamora, se ilusiona y es capaz de recomenzar. Por esta tierra pasa cotidianamente el Señor, poniéndose discretamente a nuestro lado para cambiarnos la mirada y para encender el corazón.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo