Han sido muchos los artistas que nos los han pintado con sus pinceles o los han esculpido con sus cinceles. No pocos músicos pusieron notas a sus mejores lances. Y la pluma de los escritores ha hecho correr ríos de tinta con deliciosos relatos de obras literarias inolvidables. Adán y Eva han protagonizado buena parte de la historia de todos los hombres y mujeres que en el mundo han sido. En la lengua hebrea tienen un nombre que parece tan sólo una variante del mismo ser creado por Dios: Iss’ e Iss’á, Adán y Eva, que se podría traducir con precisión literal en esa lengua arcaica como “varón” y “varona”. Y vienen a significar lo que, de hecho, representan: el ser más perfecto que saliera de los labios creadores de Dios, su mejor criatura que de la arcilla modelaron sus manos, según ese relato del viejo libro del Génesis de la santa Biblia.
Dios nos hizo a los hombres y mujeres las únicas criaturas que ostentábamos el raro título de parecernos a Él como una imagen de inmerecida semejanza. Hay cosas preciosas en la vida, hay criaturas que embelesan por su intrínseca belleza. Pero sólo el hombre y la mujer tienen ese privilegio de ser iconos de su Señor, imagen que asemeja la eterna belleza de quien nos formó. Sólo con el hombre y la mujer Dios dialogaba, y a ellos sólo les concedió la potestad de poner nombre a las cosas como queriendo invitarles a participar en su obra creadora. Cada tarde, a la hora de la brisa, Dios paseaba con sus hijos, obra acabada de aquellos siete días que terminaron en descanso del Creador.
Sólo una cosa Dios puso como condición: no comer del árbol de la fruta prohibida que estaba plantado en el Edén. La curiosidad se disparó, y merodeaba el misterio de cuanto ese extraño árbol representaba. Así andaban remolones Adán y Eva día tras día. Mirando esas frutas, movían la cabeza para decir su cotidiano “no”. Pero ahí intervino el maligno, para hacer de la inocente curiosidad el pretexto para su formal tentación. Y desveló con engaño el secreto tramposo que les vendió: si coméis de ese árbol, seréis iguales a Dios. Ellos tomaron la fruta prohibida y no sólo no se igualaron a su Creador, sino que perdieron su semejanza que les hacía parecidos en la imagen de Dios.
No obstante, el Creador no los hizo iguales a Él, sino sólo semejantes y parecidos. Y ese era el don que les permitía situarse en la vida, en el conjunto de todo el universo con su posición adecuada, con su comunión compartida, con el regalo que suponía nada menos que tamaña semejanza. Pero se dejaron tentar para ser más de lo que ellos podían, más de lo que se les había asignado, más de lo que les permitía… y terminaron siendo nada: extraños para sí mismos, ajenos para Dios y malditos en un jardín en el que ya no tenían cabida. Pero el pecado original no tuvo la última palabra. La redención de Cristo abrió a la gracia que lava nuestras manchas, venda nuestras heridas y posibilita nuestra andanza en una vida santa y reconciliada.
Vivimos en un momento de tantas divisiones, crispaciones, confrontaciones. La dialéctica que nos enfrenta hace la hasta lo más querido y sagrado como es la familia, tenga tan fácilmente fisuras interpuestas que facilitan la destrucción de esta institución, verdadera clave del sostenimiento de la sociedad y de la maduración de las personas. Abatir la familia, romper el matrimonio, por acoso, confusión y mezcolanza, significa tener una sociedad más vulnerable y manipulable para otro tipo de intereses políticos y culturales que terminan trastocando el modelo antropológico de la persona humana.
Por eso hemos de trabajar para guardar la familia, fortalecer el matrimonio, para que el hombre y la mujer, en amor complementario, en entrega de por vida con respeto y ternura, abiertos a la vida, sigan siendo la bendición en la tierra de quienes más se parecen a Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo