Fue un auténtico espectáculo de belleza y esperanza el reciente encuentro del Papa con las familias celebrado hace unas semanas en Milán. Mucho me impresionó ver el vídeo de los testimonios en el Parco di Bresso. Una preciosa pequeña Cat Tien, vietnamita de siete años, le decía a Benedicto XVI “me gustaría mucho saber algo de tu familia y de cuando eras pequeño como yo”, a lo que el Papa respondió contándole a la niña su recuerdo de los domingos infantiles como día del Señor y día de la familia.
Pero no era una escena calculada para enternecer al Sucesor de Pedro, sino un momento real que sabe adaptarse a una edad para hacer la pregunta propia de una niña y escuchar la respuesta adecuada. Sin papeles desde los que contestar con respuestas muy peinadas, el Papa fue escuchando lo que le presentaban, sin maquillar los mil miedos que a veces acorralan también a las familias cristianas. Calvarios y estigmas fueron presentados a pecho abierto al Papa, y también los pequeños o grandes testimonios en donde la resurrección era descrita con colores de esperanza.
Novios como Serge y Fara, africanos de Madagascar que expresaban su alegría enamorada, pero también la preocupación ante el “para siempre”, cuando lo que descubren en Europa es la banal superficialidad con la que se plantea lo más hermoso como es el amor y el matrimonio con una tramposa fecha de caducidad sin que aparentemente suceda nada. Qué hermosa aquella respuesta del Papa para hablar del vino del enamoramiento primero y del vino de la madurez posterior, deseando para esa joven pareja el milagro de Caná para que puedan quererse siempre, con ese vino mejor que sabe madurar en el respeto, en la ternura, en la apertura a la vida, con un “para siempre” que no sabe de traiciones ni atajos, aunque se exija la generosidad más noble para no cansarse nunca de estar siempre comenzando.
Lo que más que conmovió fue el testimonio de Nikos y Pania, un matrimonio de Atenas, que contaron su agobio al llegarles la durísima crisis económica: “cada día nos queda menos para mantener a nuestras familias. Nuestra situación es una más entre millones de otras. En la ciudad, la gente va agachando la cabeza; ya nadie confía en nadie, falta la esperanza. También a nosotros, aunque seguimos creyendo en la providencia, se nos hace difícil pensar en un futuro para nuestros hijos. Hay días y noches, Santo Padre, en los cuáles nos surge la pregunta sobre cómo hacer para no perder la esperanza. ¿Qué puede decir la Iglesia a toda esta gente, a estas personas y familias a las que ya no quedan perspectivas?”.
Y la respuesta del Papa vale por todo un discurso. Conmovido invitó a los políticos a que “no prometan cosas que no pueden realizar, que no busquen sólo votos para ellos, sino que sean responsables del bien de todos y que se entienda que la política es siempre también responsabilidad humana, moral ante Dios y los hombres”. Pero él se hizo la pregunta: ¿qué podemos hacer nosotros? “Quizás podrían ayudar los hermanamientos entre ciudades, entre familias, entre parroquias. Nosotros tenemos ahora en Europa una red de hermanamientos, de intercambios culturales muy buenos y útiles, pero quizás se requieran hermanamientos en otro sentido: que realmente una familia de Occidente… se tome la responsabilidad de ayudar a otra familia. Y también así las parroquias, las ciudades”. Es todo un programa de compromiso cristiano: mirar al otro con respeto como alguien que me pertenece, justo como hace Dios que nos escucha a cada uno mirándonos a los ojos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo