Recorrieron pueblos y desiertos, se avezaron en la mar y subieron montañas, se asomaron a mil rincones personales donde vieron lo mejor y lo peor de cada gente; supieron de las heridas, las trampas, los engaños, las pretensiones, de lágrimas y suspiros, así como también de la fe recia, los amores, los sueños y las esperanzas de cada hombre y mujer que fueron encontrando con sus mejores sonrisas. Queda lejos aquel envío, con ambiente de despedida, el que Jesús realizó al marchar al Padre mientras confiaba a sus amigos y discípulos lo que a Él mismo se le confió.
Al final, Jesús regresaba junto al Padre Dios de cuya derecha nos vino al humanarse. Había cosas por hacer y por decir, aunque ya estuviese todo dicho y hecho en Él. Propiamente había que recordarlas sin parar, poniendo la fecha de cada hoy y el domicilio de cada lugar, a aquello que para siempre ya nos dijo y mostró el Maestro. Esto es lo que les confió a los más suyos: id a todo el mundo, llegad hasta el final, salid al encuentro de todos, y contadles esta Buena Noticia que de mil modos yo he venido a narrar, dando la vida en el empeño. Entonces el mundo se hizo tan pequeño, que no pudieron por menos que llegar a cualquier finisterrae de todo el mundo más mundial.
La pasión de anunciar lo que habían visto y oído en el Señor, les movió a empadronar sus vidas en la calle del mundo entero, asumiendo cada cultura, haciendo suya cualquier situación, reconociendo como hermano a cada prójimo que tenían delante. Esta es la historia cristiana que ha vivido la Iglesia a través de veinte siglos.
Acaba de concluir en Roma un Sínodo de Obispos presidido por el Papa, que ha tenido la bondadosa pretensión de querer volver a empezar. Como si de un perenne reestreno se tratase. La Buena Noticia que hay que contar de tantos modos no ha cambiado: tiene la firma, el ingenio y la hondura del mismo Dios. Pero las circunstancias son otras bien distintas, diferentes los ropajes que condicionan por fuera y por dentro a nuestra generación.
La historia de Bartimeo, el ciego de Jericó, que gritaba al paso de Jesús, hizo de marco evangélico en la clausura de ese Sínodo. No se debe censurar el grito de la vida. Es el grito de quien sabe que ha nacido para ver y para andar, y no acepta una resignación pasiva de contentarse con limosnas inmóviles y ciegas. La creación entera grita gemidos de parto, dice la carta a los Romanos, indicando que en la historia de los hombres no todo es bello, ni bueno, ni justo, ni verdadero.
Como ha dicho con belleza Benedicto XVI, «Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios, ya no lo consideran importante para la vida: personas que por eso han perdido una gran riqueza, han “caído en la miseria” desde una alta dignidad –no económica o de poder terreno, sino cristiana –, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1), que puede abrir nuevamente sus ojos y mostrarles el camino».
Todo un programa para la Iglesia, para quienes se alejaron de ella, y para quienes tienen dificultades en vivir con coherencia las exigencias de su bautismo en este momento de la historia. No seremos mendigos burlados sino acogidos misericordiosamente.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo