Suelo preguntar a la gente cuando hago las visitas pastorales qué fechas son las que celebran en su calendario personal, familiar y amistoso. ¿Qué celebráis con las personas que queréis y que os quieren? Los primeros en responder son los más pequeños, a modo de recordatorio para los mayores: los cumpleaños, sobre todo los cumpleaños. Ya menos, algunos se acuerdan de las fiestas navideñas, pero poco más.
Pareciera que todo se reduce a esa cita anual cuando en torno a la tarta de la vida soplamos las velas añejas que nos recuerdan con sus cómputos “cómo se pasa la vida… tan callando”, tal como cantaba nuestro poeta Jorge Manrique. No es poca cosa tener vivo ese recuerdo y dejarse festejar por amigos y familiares, mientras que con ese pretexto se traen a la memoria tantos momentos, tantas personas lejanas en la distancia o ya para siempre ausentes de nuestra vera en la tierra. No deja de ser un dulce y noble pretexto para dar gracias por tanto y por todo, y para pedir Gracia al Padre que está en los cielos.
Pero, cuando yo pregunto a la feligresía si celebran alguna efeméride más de su almanaque cristiano, entonces ya se ponen mohínos y distraídos mientras hacen algunas cábalas con los dedos, como queriendo contar los años transcurridos desde algún suceso. Y entonces ya entro “a saco” para espetar sin anestesia: ¿quién se acuerda del día de su bautismo? ¿y la primera comunión? ¿la confirmación? La boda sí, esa sí que la recuerdan los esposos, mientras se miran con una sonrisa cómplice y serenamente enamorada tras un buen tiempo transcurrido.
Se sorprenden cuando yo, entonces, por provocar bondadosamente, les voy diciendo el día, el mes y el año en el que fui bautizado, cuando comulgué por primera vez, cuando fui confirmado, cuando hice mis votos de consagración como franciscano, cuando recibí la ordenación sagrada como diácono, sacerdote y obispo. Y les digo, como así es, que celebro todas esas fechas, sin más tronío ni alharaca que dar gracias en ese día y pedirla, en la intimidad de mis oraciones y plegarias.
Luego están las fechas más redondas, cuando atrapados por la magia de una cifra más cuadrada, te da por declarar día festivo esa jornada, como quien necesita de otras oraciones que a las tuyas se unan para saber dar debidamente las más debidas gracias. No es mala costumbre esa de festejar unas calendas que nos traen a la memoria un momento importante de nuestra vida humana y cristiana, para evitar que la inercia de los días que sin pausa pasan, terminen por hacernos olvidadizos de tantos dones con los que inmerecidamente hemos sido bendecidos. Y cuando alguien pierde la memoria de las cosas importantes, se hace desagradecido, y triste, porque ha arrancado la esperanza.
Pues bien, yo estoy de fiesta en estos días. No son bodas de nada, si acaso bodas de alambre (del bueno), al cumplirse en este mes (14 diciembre) mis quince años de obispo. Se me agolpan tantos nombres de buenos hermanos que Dios puso en mi camino, alegrías que han dibujado gozos y sonrisas en mi alma, algunos llantos que provocaron también las lágrimas furtivas, y tantos motivos –los más y los mejores– para rendidamente saber dar gracias. Huesca, Jaca y Asturias, tres domicilios donde he tratado de dar lo mejor de mí mismo a la santa Iglesia, como hijo de san Francisco, mientras he buscado la gloria de Dios y la bendición a tantos hombres y mujeres que fraternamente se me confiaron. Así andamos. Con esta fiesta quinceañera de mi episcopado. Que el Señor que me llamó me dé la gracia de responder fielmente con la ayuda de María, de los santos y de tantos buenos hermanos que me acompañan. Gracias por rezar por mí.