Llegamos de modo imparable a este tramo del año en el que saludamos un mes que tiene todo su encanto. Mayo tiene esta virtualidad que pone color y alegría en nuestra andanza. La tradición cristiana no ha cesado de prolongar aquel gesto que propicia Jesús en la cruz, cuando el discípulo Juan acogió a María la Madre abriendo su casa y sus cosas. Cada generación, con su particular hogar ha abierto sus puertas a María acogiéndola desde la devoción particular. Todos somos ese discípulo Juan que acogemos a María en nuestra casa. Y esto explica las distintas formas y colores que la religiosidad popular ha dado para la Virgen nuestra Señora en nuestras moradas abiertas para ella.
En una de las páginas más vibrantes de Paul Claudel, en su obra “La Anunciación a María”, el protagonista propone seguir haciendo un camino no para el Rey que había avisado que pasaría por allí, sino un camino para Dios, porque todos nuestros senderos conducen a esa ermita o santuario en donde el Señor nos espera en el regazo de su Madre, tras nuestros éxodos pródigos de los caminos a ninguna parte. Es saber que nuestros pasos no se encaminan como prófugos a una meta desconocida y turbulenta, o fruto de nuestras fantasías y pretensiones, sino más bien hacia esa casa encendida y habitada en donde tenemos la certeza de que se nos espera.
Necesitamos un cobijo porque no hemos nacido para la intemperie. Desde aquella expulsión del paraíso, el hombre no ha cesado de buscar un hogar entrañable en el que su vida estuviera protegida de todo aquello que pusiera en peligro lo que verdaderamente ama. Tanto es así que la historia religiosa de Israel es el gran relato de la vuelta a ese hogar, y de este modo se comprende cómo el evangelio de San Juan comienza presentando a Jesús como la “tienda del encuentro” que Él ha querido acampar en medio de nuestras contiendas enfrentadas. Es la casa de Dios que se hace humana. El Señor es ese hogar entrañable que necesitamos.
En nuestra vida vamos y venimos de continuo por mil vericuetos. No siempre nos adentramos por los senderos que tienen meta, que son amables y en cuyo cruce de caminos nos podemos encontrar. Esas andaduras no sirven para nada ni para nadie. Pero también hay otros caminos en los que el andar se hace alegre, vistoso, enriquecedor…, auténticos pretextos de encuentros verdaderos en los que poder brindar con gente querida que te brindan su querer.
Nuestra geografía tan rica en montañas está salpicada de pequeñas ermitas que actúan como de pararrayos de nuestras tormentas, como indicadores en nuestros extravíos, como posadas en nuestros cansancios, como hogares de nuestras intemperies, como bálsamo de nuestras heridas. Sucede así también en las ascensiones de montaña cuando aparecen los hitos, esos pequeños montoncitos de piedras que nos guiñan su aviso como si fuera una brújula buena que nos devuelven o nos confirman en el verdadero camino.
Asturias es rica en ermitas y santuarios. Destaca ese lugar particularmente entrañable que es Covadonga, la “Cueva de la Señora”, pero no sólo ese rincón. Cada ermita o santuario representan ese cobijo que en la roca se nos abre y en cuyo adentro nos espera una buena Madre para que maduremos continuamente como hijos. Bendito sean esos rincones que como una ermita hogareña supone un lugar de descanso y bonanza, de paz y de gracia habitado por la piedad a María. A rincones como esos llegamos desde la aventura de andar nuestra vida. Volver a la ermita, entrar en la Cueva, es un modo de retomar el camino, en donde el Señor y la Virgen bendita se hacen caminantes junto a nosotros. No es un escondrijo furtivo, no es un zulo maldito, es sencillamente un hogar cordial en donde alguien querido nos conoce y nos espera.
En este mayo florido que ahora comienza, nos disponemos a esa aventura de acertar con la visita a estos lugares marianos, en donde la alegría y la confianza en María se hacen domicilio de nuestra esperanza.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo