Mes de mayo, florido donde los haya. Mes de madres, donde hacemos fiesta agradecida a quien debemos tanto por haber sido el precioso cauce por el que vinimos a la vida tras ser concebidos en sus senos y protegidos durante nueve meses de espera bienaventurada. Mes de María, que nos permite desgranar con piedad filial el rosario de la gratitud mientras pasamos las cuentas de la vida con sus momentos de gozo, de dolor, de luz y de gloria. Un mes así es un motivo de grande alegría en el que confluyen todos estos factores a tener en cuenta.
En este trasiego de flores, de madres, tenemos una cita consabida que siempre nos convoca al comienzo de estas semanas de mayo: la peregrinación anual de jóvenes al Santuario Covadonga. Se trata de una marcha por los bosques y montañas que termina en ese emplazamiento tan querido y especial. Cada primer sábado del mes de mayo, realizamos esa andadura que nos lleva hasta un bendito lugar donde la roca nos muestra la herida de una oquedad que abre en la piedra su estancia, como una morada horadada que nos ofrece la acogida de un hogar habitado por una presencia maternal.
La Santa Cueva nos brinda así en ese rincón del valle del Auseva, la memoria viva de una historia a la que pertenecemos y en la que tuvo su punto de partida la identidad de un pueblo cristiano que no se quiso resignar a una expropiación intrusa e indebida, arrancando los valores que nos constituyen para sustituirlos por otros ajenos que terminaban por enajenar lo que somos y tenemos. De ahí que llamemos “reconquista” a ese gesto de recuperación de lo más nuestro, de lo más querido e identitario, como hijos de Dios, como parte de una historia, como ciudadanos de un reino cristiano. Hoy la reconquista pasa por otros lances, y no es con piedras lanzaderas ni con espadas afiladas como nos hacemos nuevamente con lo que perdimos y nos enajenaron. Pero siempre hemos de estar ojo avizor muy atentos para saber defender lo que nos identifica como creyentes en medio de un mundo neopagano, lo que nos permite seguir alimentando nuestra fe y nuestra esperanza.
Ese rincón serrano en los aledaños de los Picos de Europa, hace que Covadonga sea también un enclave de una belleza natural que a todos los que nos allegamos nos deja enamorados y boquiabiertos por su hermosura inocente y agreste. Poder hacer una ascensión hasta la Santa Cueva de la Santina de Covadonga con un grupo numeroso de cientos de jóvenes (llegamos a subir un año hasta ochocientos), es aprender a asomarse a esa belleza que nos deja heridos de su intrínseca bondad. Tantas veces vivimos con prisa, y sin más horizonte que nuestras propias tapias cotidianas, o lo que permite que oteemos desde el teléfono móvil y sus redes sociales que con demasiada frecuencia nos dejan enredados a costa de nuestra verdadera libertad.
Subir por esos bosques, merodear esas montañas que nos ascienden valle arriba, es asistir a un espectáculo de increíble belleza sonora, belleza cromática, belleza de pureza sin igual. Porque junto a los mil colores que se pintan ante nosotros, hay un concierto increíble de trinos diversos de pájaros, del murmullo de los riachuelos que nos saludan a nuestro paso mientras cruzamos los puentes de madera y de piedra, o del silbido del viento hermano que entona su cantata jugando con las ramas y las hojas de los árboles.
Hay que tener temple en el alma y limpieza en la mirada, para asistir a tamaño regalo y tomar nota de su encanto embellecedor que nos llena de todas sus bondades. Y así, subiendo, subiendo, entre los sudores y fatigas de toda caminata, llegar gozosos al hogar donde somos esperados por una Madre que nos brinda su acogida, una Madre que sabe nuestro nombre y que acierta a enjugar nuestros pesares, mientras con nosotros brinda por nuestras alegrías.