Mártires: luz en el candelero

Publicado el 09/10/2013
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escudo

 

Año de la fe para testimoniar qué significa creer. La fe no se profesa sólo con los labios, sino con toda la vida que llega incluso a entregarla como supremo acto de amor. Jesús se atrevió a llamar dichosos a quienes sufren las lágrimas, el hambre, la asechanza… haciendo de su llanto un canto sereno, vistiendo sus penurias de galas inimaginables, saciando sin empacho el corazón, y suscitando en la persecución peregrinos de la eternidad que ya nadie ni nada detendría. ¿Cómo es posible semejante trueque y trastoque? ¿cuál es el secreto por el que una maldita malaventuranza se convierte en bienaventuranza bendita? Son las paradojas de Dios. Nunca lo entenderán quienes no caminan por los caminos que Dios frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad mortecina que no aman ni la luz ni la vida.

En este mes de octubre como ya ocurriera en 2007 en Roma, se relata en Tarragona una paradójica historia: la bienaventuranza de la vida que sobrevivió para siempre jamás a la muerte maldita. 522 hermanos nuestros serán beatificados como mártires, que entre los años 1934 a 1939 fueron víctimas de una terrible confusión, una persecución enloquecida que acabó en fratricidio, una represión que en nombre de una falsa libertad se trocó en liberticida. De ellos tres eran asturianos, y 14 fueron asesinados en Asturias.

Su delito fue la fe abrazada, la vocación vivida, el testimonio cristiano en todas las vías. No se les encontró en sus hábitos y ropas un carné de partido, ni armas defensivas, ni odio en su mirada, ni siquiera una resistencia legítima. Eran sacerdotes, frailes, monjas, seminaristas y un puñado de seglares. Sencillamente habían encontrado a Dios en sus vidas, escucharon el susurro de su llamada y dijeron un sí grande a lo que en la Iglesia el Señor les proponía.

Con estas beatificaciones no vamos a relatar el escarnio de mofa y befa que sufrieron antes de morir, no queremos reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera pronunciaremos el nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye nuestra memoria histórica. Nuestro recuerdo es paradójicamente mucho más subversivo, porque no nace del resentimiento ni pretende reescribir la historia para imponer el olvido. No esgrime la provocación sino el reconocimiento que nos abre a la gratitud y reconciliación que en estos mártires aprendemos. En el paredón del odio no salió queja alguna de ellos, murieron amando a Dios testimoniando así su belleza, y como hizo el Maestro, miraron a quienes no sabían lo que hacían, implorando a Dios para ellos el perdón que no obtuvieron en aquella violencia enloquecida.

Los obispos españoles manifestamos en el mensaje con motivo de esta beatificación en el año de la fe que “es una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad. Vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón. Son nuestros intercesores, para que pastores, consagrados y fieles laicos recibamos la luz y la fortaleza necesarias para vivir y anunciar con valentía y humildad el misterio del Evangelio, en el que se revela el designio divino de misericordia y de salvación, así como la verdad de la fraternidad entre los hombres. Ellos han de ayudarnos a profesar con integridad y valor la fe de Cristo. Los mártires murieron perdonando. Por eso, son mártires de Cristo, que en la Cruz perdonó a sus perseguidores. Celebrando su memoria y acogiéndose a su intercesión, la Iglesia desea ser sembradora de humanidad y reconciliación en una sociedad azotada por la crisis religiosa, moral, social y económica, en la que crecen las tensiones y los enfrentamientos”.

En medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estos hermanos nuestros que siendo víctimas del odio mortal por su fe confesada y vivida, representan para nosotros un reclamo de perdón, de reconciliación, de vivencia cristiana audaz y sencilla. Son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida.

 

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo