Andan apurados haciendo su primera maleta desde el día de su ordenación sacerdotal. Están ya dispuestos para el primer destino sabiendo que la vida va a ser un cofre de sorpresas. La vida no dejará que se crean que todo lo han previsto en sus años de seminario, o que nada les podrá desafiar como si fueran al encuentro real de la vida real con todo contado, pesado y medido. Vendrán esas novedades que pondrán a prueba su fe, su esperanza, su capacidad de amar. Dios les sorprenderá ante situaciones jamás estudiadas en sus libros, jamás explicadas por sus profesores, ni siquiera imaginadas en sus mejores ensueños o en sus peores pesadillas mientras se preparaban al sacerdocio. Pero esa sorpresa nunca será humillante: sencillamente servirá para no dormirse, para volver a la brega, para llenarse de una gracia que, mendicantes, deberán pedir cada día en la oración, dejándose provocar con misericordia por la gente que más sufre, a la que se les envía, y a la que menos esperanza le queda.
Es hermoso el equipaje ligero de un misacantano como los que ordenamos este domingo en Oviedo, cuando no hay intereses mundanos en su horizonte, cuando no son envidias lo que les mueve, ni las maquillan en las comparaciones con agravios, cuando son libres para amar y servir sin invocar condiciones de que nadie les toque y que les dejen en paz. Es así en quienes con verdad y sin trampas están dispuestos a ser verdaderos curas que se dejan enviar por la Iglesia sin pasar factura de sus intereses, de sus prebendas, de sus años de servicio, de su posición, de su palmito público y de su prestigio social. Conozco a curas así, que se dejan la piel y entregan su vida. Son un regalo, un fraterno acicate que pone en vela y en vilo lo mejor que nos queda en el corazón a cada cual. Dios sea bendito por estos curas no enfadados siempre, no frustrados jamás, que dan gracias humildemente por las cosas que con ellos hace y escribe Dios, que saben pedir perdón y aprender de sus errores, que son capaces de sonreír a cielo abierto y no se esconden cuando tienen motivos para llorar. Dios sea bendito por estos curas de una pieza que están disponibles de veras, que no juegan con lo que no es de jugar, que no tienen demagogias baratas, ni citan palabras del Papa de turno para atacar a los demás mientras ellos ni las sienten ni las viven. Curas fieles sin ser serviles, sanamente críticos que jamás murmurarán, responsables de sus penúltimas palabras y acogedores sin fisura de cuanto Dios en su Iglesia pronuncia como palabra final. Es el secreto de su alegría no fingida ni prestada, la clave de su fecundidad pastoral, la razón del bien que reparten a manos llenas, y el referente moral que sus vidas representan ante todos con una grande humanidad. Son los curas auténticamente jóvenes, tengan la edad que tengan.
Coinciden estas fechas con las ordenaciones de los nuevos sacerdotes y el período de nombramientos. Cambios de curas dentro de nuestras comunidades cristianas y dentro de los quehaceres de esta Iglesia diocesana. Hermanos que fallecen, o que llegan al final de sus fuerzas por enfermedades o por su mucha edad, alguno que abandona tristemente, al igual que hay hermanos que nos llegan recién ordenados. Así llega el tiempo de cambiar. No es, lógicamente, un capricho, ni un premio, ni una penalización. Cada caso tiene un montón de perfiles, razones a veces complejas, o la resulta de tener que ayudarnos mutuamente en el reparto del ministerio con el que acompañar a nuestro Pueblo de Dios que la Iglesia nos ha confiado. ¡Cómo no dar gracias a Dios cuando tenemos siempre preparada nuestra maleta de misacantano llena de disponibilidad, sea cual sea nuestra edad sacerdotal!