Era un oficio de siervos. Lavar los pies a quien volvía a su casa o a quien era un invitado, era un gesto de acogida lleno de significado en aquella cultura del Oriente medio. Jesús está culminando su andadura entre los hombres, y anda ya metido en aquella cena postrera de adioses y recuerdos, de promesas y traiciones venideras. En ese trance tan cargado de emoción, tan lleno de verdad, es cuando viene aquel gesto que dejó a todos boquiabiertos sin que ni siquiera el pudor de Pedro o su perplejidad pudiera disuadir a Jesús que no tuviera un exceso de amor tan extremo.
Nada menos que el Maestro, dará una lección que no venía en el libro manual pero que será una cuestión que siempre irá en el examen, el de la vida, el del amor: ciñéndose la cintura, como hacían los esclavos con sus señores: el Maestro, sí, se dispuso a lavar los pies a aquellos discípulos hermanos. Ellos se echaron atrás, casi se escandalizaron, y no acaban de comprender que la autoridad del Maestro Jesús tan distinta a la asfixiante de los maestrillos pacatos que por doquier encontraron en Israel, consistía en servir como Siervo a los que el Padre le había entregado.
Lavar los pies… recuerda el agua de nuestro bautismo, como dice San Agustín comentando este pasaje del evangelio de Juan. Fuimos lavados por entero en el día de nuestro bautismo. ¿Por qué ahora Jesús lava los pies? ¿Qué significa esto? No sólo es el gesto humilde de un Dios Siervo que escenifica humildemente que por amor podemos hacernos todos de todos fraternalmente esclavos, sino que lava los pies, la parte de nuestro cuerpo más en contacto con el suelo, con la tierra.
Podemos haber sido lavados otras veces, pero cuánto polvo del camino se nos pega, cuánto barro nos embarra lo que una vez fue limpio e inocente, blanco como el alma y el sueño de un niño nacido para Dios en la fuente bautismal. Los caminos que frecuentamos no siempre nos ayudan a mantener el corazón, la mirada, las manos y los labios con esa pureza que nos hace testigos de la bondad, la verdad y la belleza de Dios. Y entonces nuestros pies se nos manchan, se nos agrietan, se hacen torpes y lentos nuestros pasos, o se hacen rebeldes y deciden caminar por las sendas erradas y contrarias que jamás nos llevarán a la meta de la que somos peregrinos y a la que fuimos llamados.
Lavar los pies es invitarnos a levantarnos de nuestros caminos pródigos en donde hemos estado lejos del Padre y de los hermanos, lejos de la Iglesia como el hijo menor de la parábola en sus extravíos perdido o como el hijo mayor en sus rencores indignado. Jesús sale a nuestro encuentro para lavarnos los pies, para ponernos en pie, para invitarnos a esa cena de intimidades en las que se nos revela el amor tierno como el pan y discreto como un sagrario.
La lección de este maestro es que aprendamos su gesto, y como Él nos ha amado podamos amar nosotros tanto a Dios como a los hermanos. El amor recíproco es amarse como Dios no ha amado. Y tendremos que preguntarnos dónde están hoy los pies cansados, extraviados, agrietados… de tantos hermanos nuestros que tienen que huir como errantes fugitivos, o a los que se les cercena la libertad con mil grilletes que les hacen esclavos para poder correr hacia su destino deseado. Son muchos los rostros que aguardan en la intemperie de sus penurias que les abramos la puerta, les adentremos en casa, les lavemos los pies y les digamos en verdad y con amor la palabra que aprendemos de los labios de Dios: que ellos son nuestros hermanos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo