Pudiera parecer algo superado y obsoleto hacer una campaña contra el hambre. Hace años teníamos esos dos gestos que convocaban a nuestra solidaridad más hiriente y herida: la campaña contra el cáncer y contra el hambre, que junto a la campaña a favor del Domund o del Seminario, formaban las citas extraordinarias a las que por ese distinto motivo se nos invitaba a los cristianos (y no sólo) a una toma de conciencia solidaria que moviera nuestra oración y nuestros bolsillos. La campaña contra el hambre tiene ya un largo recorrido, desde que unas mujeres de Acción Católica, hace más de 60 años, sintieron en sus corazones que Dios les pedía dar la batalla al hambre. No era un hambre abstracta, sin rostro, anónima, sino que tenía la concreción de apuntar a tres maneras de inanición: el hambre de Dios, el hambre de pan, el hambre de cultura y educación.
La organización católica de Manos Unidas, tiene en sus comienzos esa triple hambre en su programa y cada año se lanza a una campaña para poner la fecha de nuestros días y el domicilio de una circunstancia a fin de seguir escribiendo esa historia inacabada por la que nuestras manos se entrelazan como los dedos alargados de Dios, para sostener, acariciar, levantar, proteger, a quienes puedan estar adoleciendo de esas tres hambres que las primeras mujeres hicieron suyas.
Es importante que las tres hambres estén unidas como las manos que se entretejen para el bordado de una caridad bella y cristiana. Porque no es sólo el pan, sino también la educación y la cultura, y sobre todo Dios, lo que todos necesitamos para vivir, sobrevivir y convivir. Si alguna de estas tres hambres viniera a faltar en Manos Unidas como inquietud primera y última de sus campañas, algo grave se habría desvirtuado en su razón de ser y en su vocación de compromiso humano, cristiano y eclesial.
Nuestro mundo está hambriento de Dios. No siempre lo sabe, a veces lo censura y lo excluye, pero todo escenario de violencia, de injusticia, de inhumana desigualdad, hace las cuentas con ese eclipse de Dios, como decía el filósofo judío Martin Buber y tantas veces recordaron San Juan Pablo II y el papa Benedicto XVI. Hacer un mundo sin Dios, es hacerlo siempre contra el hombre, como recordaba el teólogo Henri de Lubac. El hambre de Dios debe ser señalada y nutrida debidamente, porque el corazón humano estará inquieto hasta que descanse en su Señor, como bellamente decía San Agustín.
Pero nuestro mundo tiene hambre de pan también. Un pan que tiene tantas formas, especialmente en estos días en los que una circunstancia como la pandemia ha puesto al borde del precipicio o ha despeñado en el abismo, a tantas familias que han perdido hasta los recursos mínimos por la penuria laboral a la que esta situación nos está empujando. ¡Cuántas filas de hambrientos vemos por doquier, en donde la falta del pan del alimento, de la salud, de la libertad, de la paz… están señalando el nuevo rostro de un hambre que nos reclama la comunión cristiana más solidaria que aprendemos de Jesús!
Y, como siempre sucede, toda opción hecha desde Dios y su Evangelio, genera también una cultura nueva, una manera concreta y original de asomarse a las cosas. La educación es, entonces, un desafío que nos plantea esta tercera hambre que ya entrevieron las primeras mujeres de Manos Unidas. No una educación que se asimila a los criterios del poder dominante, a las ideologías de género en boga, o al buenismo neutral que no sabe por Quién hace las cosas, sino una educación que acompaña a cada ser humano en su necesidad real abrazando su pobreza, ayudándole en su promoción más verdadera e integral. Tres hambres, la de Dios, la de pan y la de cultura, con las que nuestras manos se unen para dar gloria al Señor y ser bendición para los hermanos.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo