Se nos agolpan las fechas sin que pueda entrar en pausa nuestro imparable calendario. No hay cuesta de enero que se resista, por más que nos arañen sus pendientes en el intento de subirlas airosos con la carga que traemos, como lastre de los gastos y los fastos de las fiestas navideñas. Pero ya andamos en el febrerillo loco, con su agenda y sus asuntos varios, navegando por este nuevo año que poco a poco se nos va desgranando y desgastando con el paso de los días.
Hay cuestiones que a todos nos afectan cuando hablamos de políticas y economías, de asuntos sociales, educativos y culturales. Y ahí nos andamos con la incertidumbre de nuestro momento nacional y regional, sin dejar de echar un ojo al mapa mundial de este planeta azul al que pertenecemos. Entramos en pánico o se sosiega nuestra alma, cuando se tocan determinadas cosas en las que nos sentimos hurgados, zarandeados y engañados en temas delicados como son la vida, la familia o la conciencia. Se ha ido perdiendo en los “hemicircos” varios ese respeto a la verdad haciéndonos a todos más vulnerables, banalizando el estado de derecho, y haciendo de la mentira impune un modo cotidiano de gobernanza.
La mentira no es simplemente el octavo mandamiento del decálogo judeocristiano, el precepto de no levantar falso testimonio ni mentir a sabiendas, pues más allá de su valencia religiosa hunde su razón de ser moral en lo que dignifica a las personas. Quien miente –y se miente de tantos modos–, se descalifica por su falta de credibilidad para cualquier propuesta que pudiera ofrecer en aras de un mundo mejor basado en la bondad de sus intenciones, en la belleza de sus cauces y en la verdad de su justicia. Cuando una política está basada en la mentira, en la trampa, desaparece el humilde servicio al bien común como horizonte, y se maquilla con ungüento de falsedad la inconfesable y clandestina intención en cuanto se dice y se hace: el poder por el poder, el dinero por el dinero, la vanidad más superflua y placentera.
El gran escritor inglés Thomas Stern Eliot lo definió en su obra magistral “Los coros de la roca”: que cuando el hombre ha abatido en su vida al Dios verdadero, siempre le quedarán tres dioses menores a los que como ídolos no querrá nunca renunciar. Estos ídolos serán para Eliot el poder, el dinero y la lujuria. Las reediciones de esta nueva “religión” en las que se da culto a estos dioses falsos, pero enormemente cotidianos, son de una actualidad que espanta. Porque no se ahorran prendas a la hora de diseñar con calculada ingeniería social el nuevo mapa cultural y moral de nuestro mundo.
Se usan y se tiran las cosas más sagradas, se usan y se abusan los valores más perennes, se utilizan y manipulan sin ningún pudor cuanto puede conllevar un rédito para seguir dando culto a la pretensión de poder corrompiendo y controlando todo cuanto atente críticamente, enriquecerse a toda costa sin rubor, y zafarse en un placer hedonista que nos vacía y nos destruye. El resultado no es sólo la mediocridad en todos los ámbitos, porque a esta cita sólo acuden los mediocres, sino el suicidio social al que nos empuja un planteamiento basado en la mentira personal e institucional.
En este escenario, aparece como una estrella polar que orienta los pasos de cada persona y de una entera sociedad, lo que Jesús decía con audaz profecía: “la verdad os hará libres” (Jn 8,31). La historia de la humanidad nos demuestra con implacable clarividencia cómo lo que en la sociedad, en la política, en la misma Iglesia, lo que se construye y se fundamenta desde la mentira, termina por hacernos esclavos. El muestrario de tristeza y destrucción que este tipo de esclavitud impone, hace que aprendamos la lección, enmendemos el error y nos abracemos a la verdad, por humilde que sea. Sólo ésta nos hace libres propiciando la bondadosa vivencia y convivencia de una paz y belleza que sólo ellas valen la pena.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo