La luz sobre el candelero. los consagrados

Publicado el 05/02/2012
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escudo

 

Cada año, en torno al día 2 de febrero, se nos invita a mirar a los cristianos que han recibido del Señor una vocación determinada: los consagrados. Son muchos los hermanos y hermanas que a través de los distintos carismas que configuran las diversas familias religiosas, viven el Evangelio según la llamada que en su día escucharon, que tuvieron que comprobar que provenía de Dios, y que la Iglesia reconocía como verdadera.

 

La fecha corresponde a una festividad litúrgica entrañable: la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén. Allí subieron María y José con el pequeño Jesús, para cumplir lo que decía la Ley judía: ofrecer un don, que en su caso era el don de los pobres: dos tórtolas. El beato Juan Pablo II vio en esta escena uno de los iconos que mejor representa a los que han sido llamados al seguimiento de Jesús en algún carisma. Por este motivo instauró tal festividad del 2 de febrero para toda la Iglesia como el día de la vida consagrada.

 

Cada uno de estos caminos representan diversas maneras de vivir el Evangelio total. San Agustín, San Benito, San Francisco, Santo Domingo, Santa Clara, Santa Teresa, San Ignacio, San Juan Bosco… toda una pléyade de santos y santas fundadores que han formado tantas familias religiosas en las que se vive toda la vida cristiana desde el radicalismo de algún aspecto con el que es descrito Jesús en los santos Evangelios.

 

Tenemos a estos hermanos que en sus monasterios nos recuerdan a los demás cristianos que sólo Dios basta, y desde el silencio y la soledad de sus claustros están llenando de hondura religiosa a toda la Iglesia precisamente desde el testimonio de su contemplación de la Belleza de Dios y desde la escucha de su Palabra bondadosa.

 

Pero junto a estos hermanos monjes y monjas, nos encontramos también a una multitud de consagrados que están en todas las encrucijadas de los caminos: tierras lejanas de misión o tierras cercanas en donde ser también misioneros. No hay lágrima que ellos no enjuguen con respeto y caridad, no hay dolor en donde no pongan consuelo y esperanza, no hay tragedia humana o natural en donde no encontremos a estos hombres y mujeres consagrados junto a los que sufren cualquier penuria, cualquier pobreza, cualquier violencia, cualquier falta de libertad o dignidad.

 

La pregunta que a veces nos hacemos cuando nuestros contemporáneos están alejados de Dios, o cuando cualquiera de nuestros hermanos sufren por mil motivos, es siempre la de dónde está el Señor, o por qué no actúa o al menos dice algo. Y la respuesta cristiana es la que mejor describe a Dios que no se ha fugado, que no se ha quedado mudo, que no está indiferentemente distraído: Él está en los brazos totalmente disponibles de estos consagrados, y palpita y late en sus corazones solidarios ante las angustias humanas, y acompaña a los que buscan un sentido a sus vidas para abrirles con respeto un horizonte de esperanza, de verdad, de paz y de justicia.

 

En los claustros monásticos y en tantos otros lugares que tienen forma de colegio infantil o juvenil, de hospital, de residencia de ancianos, de barrios en las grandes metrópolis, o de pequeños pueblos en nuestros rincones deshabitados, de lugares para el arte y la cultura, o de sitios despreciados donde estar junto a los que malviven en chabolas o favelas.

Dar gracias por todos estos hermanos y hermanas, es lo que nos propone la Iglesia al llegar estas fechas. Y lo hacemos sabedores que también en nuestra Diócesis hemos sido bendecidos por Dios a través de todos ellos. Pedimos la fidelidad para cada una de sus personas, de sus comunidades y de sus obras apostólicas.

 

Recemos por estos hermanos y hermanas con los que el Señor bendice nuestra Diócesis a través de sus personas y de sus carismas. Ellos son la luz que Dios pone en el candelero de nuestro momento histórico y eclesial.

 

         Recibid mi afecto y mi bendición.

 

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo