Hemos tenido la semana pasada la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española. Son dos citas anuales donde los casi 80 obispos de nuestra nación, nos encontramos en un clima muy fraterno y cordial, donde rezamos y reflexionamos sobre los distintos retos que tenemos delante en este momento histórico. Hay respeto y riqueza en las diversas intervenciones ante los desafíos pastorales que hoy se nos plantea. Pero en su conjunto, este tipo de encuentros de los obispos que estamos al frente de todas las Iglesias particulares que hay en España, nos ayuda a crecer como hermanos, compartiendo fraternamente lo que nos prueba, nos alienta y reclama de nosotros la mejor creatividad y fidelidad a la herencia recibida en el patrimonio humano y espiritual que se nos ha legado por quienes caminaron antes que nosotros por estas mismas sendas de la vida y de la fe.
Es verdad que los obispos podemos y debemos decir algo a título personal cuando nos dirigimos a nuestros diocesanos en los cauces de información propios o locales, o si comparecemos en medios de comunicación o redes sociales de mayor cobertura nacional o internacional. Siendo legítima y hasta necesaria esta comparecencia personal de cada uno de nosotros, creo y estimo que tiene un valor añadido cuando como Conferencia Episcopal nos pronunciamos ante cuestiones que a todos nos afectan, porque se permite modular un mensaje que tiene el peso de la comunión entre nosotros, de nuestras búsquedas compartidas, de nuestros hallazgos en un consenso fraterno y sincero.
En esta edición de la Asamblea Plenaria también hemos abordado la cuestión de una situación política y social que nos tiene preocupados como también a tantas capas de la sociedad. No somos espectadores pasivos y ajenos, como recuerda la constitución conciliar Gaudium et Spes: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón».
Pero nosotros no podemos entrar en esta liza enarbolado únicamente unas referencias constitucionales (aún valorando positivamente la Constitución de 1978), y menos aún unas opciones políticas partidistas. Hay unos principios que nos ayudan a la paz social en una plural convivencia, donde el bien común nos reclama construir una sociedad verdaderamente justa y fraterna. En el argot judicial lo llamamos un Estado de Derecho, y la independencia de los poderes del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial), ejercidos por órganos de gobierno distintos que no se pueden solapar ni fusionar entre sí, ahí reside la salud democrática de una sociedad. Si no es así, hay un problema con la gobernanza si sirve a intereses espurios y privados y no al bien común necesario y deseable.
La perspectiva moral (y no política) que podemos tener los obispos al entrar a valorar un momento histórico como el que está viviendo España, hace las cuentas con nuestras fuentes referenciales: el Evangelio, la tradición cristiana y la Doctrina Social de la Iglesia. Decía Benedicto XVI que “la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación”. Tanto los últimos papas como la Conferencia Episcopal, nos han dejado un precioso patrimonio de pensamiento social que ilumina esta perspectiva. Es ahí donde entra el tema “moral” de la verdad, de la convivencia sin frentismos, de la paz social. Aquí la política verdadera y la moral de la Iglesia se encuentran.