Vamos emprendiendo poco a poco los quehaceres ordinarios tras el paréntesis estival. Cabría pensar que todo se iba ajustando al plan de la agenda prevista: bastaba esperar que llegara el día para que los compromisos y asuntos tuvieran lugar. Pero en nuestra Diócesis ha sucedido algo inesperado, algo tan sorprendente e indeseado que nos ha dejado a todos suspendidos en el aire: la muerte imprevista de Santiago Lorido, al que ordené sacerdote hace tres meses. Un infarto de corazón ha segado de golpe y sin previo aviso sus treintaicinco años, sólo unos días antes de que se fuera a incorporar a su primer destino sacerdotal.
Esa la mañana sonaron los despertadores como un día más. Por delante toda una jornada en la que dábamos por supuestas todas las cosas previstas que nos esperaban. El trajín cotidiano, los trabajos, los retos y sudores, los momentos de gozo y contento con los que también la vida se sostiene. De hecho, así hacemos cada día, pensando que las cosas, nuestros problemas, todo aquello que determina nuestra existencia, tiene su calendario conocido, controlado, sin espacio a ningún sobresalto por parte nuestra. Pero una noticia como esta, hace saltar por los aires cualquier seguridad, cualquier bagatela a las que con demasiada frecuencia entregamos nuestro tiempo, nuestro empeño, nuestro corazón. ¿Dónde quedan las cuitas en las que a veces nos enzarzamos?
Todos estamos conmovidos por las circunstancias que rodean el hecho de una muerte como la de nuestro querido hermano Santiago. A diario tenemos noticias de personas más o menos cercanas que son llamadas por el Altísimo a su última morada. Sin embargo, algo tiene esta muerte extrañamente hermana, que nos deja sin aliento cuando vuelve a llamar a las puertas de nuestra casa. Como si no hubiésemos aprendido nada de otras veces, como si de nada nos sirviera lo mal asimilado en otras muertes prestadas.
No hemos cesado de preguntarnos de mil modos el porqué del fallecimiento de Santiago. Inútilmente hemos aportado su última llamada telefónica la víspera, su última sonrisa que siempre nos regalaba, su última bondad tan verdadera y sin disfraz, su última ilusión mirando a los pueblos a los que andaba. No hay explicación posible, y cuanto más queremos demostrar que no tocaba ahora morirse, que no es justo para su madre, que la diócesis le necesitaba y unos pueblos le esperaban como cura sin estrenar… cuanto más nos damos razones nuestras, más nos quedamos sin palabras ante el mutismo de la muerte que con su silencio nos dice que hay otros motivos, que hay razones distintas, y que Dios tiene su modo de ver y organizar su casa.
Podría pensarse que un Dios así es caprichoso e incomprensible, que no se atiene a razones y le importan poco nuestras lágrimas. Pero sabemos que no es así, aunque nos cueste lo indecible tener que aceptar su divina voluntad en momentos como estos. Que Él ve las cosas de otro modo, que es otro su tiempo, y la eternidad es propiamente su medida. Se me agolpan de un trazo tantas cosas vividas en los días atrás, y veo que un hecho como este te las coloca todas ellas en su humilde lugar. Es como una catarsis de sencillez que en un instante te despoja de las apariencias y pretensiones, para ver las cosas en su esencial simplicidad.
Dios responderá a nuestras lágrimas, a nuestras necesidades, y responderá a nuestra plegaria a quien resucitando venció su muerte y la nuestra. Don Santiago, sacerdote para siempre, descanse en paz. Que María y los santos salgan a tu encuentro.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo