Terminan estos días entrañables en donde he visitado a nuestros misioneros asturianos y sus trabajos en la Misión diocesana en Benín. Esta es cabalmente la pregunta que debo y puedo hacerme: ¿en qué me ha sorprendido Dios, ¿qué ha venido a decirme como quien recuerda palabras ya dichas y luego olvidadas?, ¿qué ha venido a señalarme como quien se asoma a escenarios familiares que de tanto mirarlos distraídamente han dejado ya de conmoverme?
En primer lugar, el horizonte de un mundo y una Iglesia que es más grande de lo que a diario pone fronteras existenciales a mi vida. Vivo en este momento en Asturias, una tierra particularmente bella por su historia y su geografía. Vivo con las gentes de esta región española tan cargada de nobleza y bondad en su acogida. Vivo en la diócesis de Oviedo que tiene siglos de camino, donde hay santos, mártires, y tantos cristianos con sus diferentes vocaciones que han dado vida, han puesto esperanza y han repartido entrega a manos llenas, por amor a Dios y a los hermanos. Pero, siendo verdad esto, tan gratamente verdadero, el mundo y la Iglesia tienen otro mapa más amplio, más inmenso, más diverso y variopinto. Entonces tu mirada se dilata, y comprendes que las cosas que a diario te suceden entre valle y valle, entre pueblo y pueblo, entre prueba y prueba, entre lío y lío… no agotan el universo donde hay muchas más cosas con todas sus agradables noticias ensoñadas y con todas sus pertinaces pesadillas.
En segundo lugar, los misioneros. De Asturias han pasado ya por esta misión diocesana unos cuantos sacerdotes y diáconos, algunos laicos, y han apoyado en algún momento las Dominicas de la Anunciata para el trabajo evangelizador y educativo de chicas y mujeres. En estos momentos tenemos establemente a dos sacerdotes: el Padre Antonio y el Padre César. Son muy queridos, como lo han sido todos cuantos han pasado por estas comunidades cristianas, dejando la buena huella del hacer misionero estrictamente hablando, desde una exquisita comunión con la Iglesia. Enseñan a amar a Dios, a María y a los santos. Preparan la catequesis según la edad y los momentos. Celebran los sacramentos. Proclaman la Palabra de Dios que con celo predican en estas lenguas locales complicadas muchas veces. Y crean comunidad, hacen pueblo, sostienen la alegría y la esperanza de esta gente sencilla.
En tercer lugar, está el regalo de este increíble pueblo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. ¡Cuántas cosas he recibido yo en estos pocos días de pequeños y grandes! Especialmente el domingo, la celebración te permite comprobar lo que significa el día del Señor y con asombro asomarse a un verdadero pueblo en fiesta.
Finalmente, en estos días he vuelto a comprobar el chantaje del consumo materialista, y de cómo puedo vivir con mucho menos en tantos sentidos, de lo que a diario me agobia haciendo saltar nerviosas todas mis ansias. Vivimos en un mundo que se empeña en engañarnos cifrando una imposible felicidad en el módico precio de adquirir, consumir, acopiar, apropiarse, envidiar… experimentando también cada día el enorme chantaje que supone tamaña engañifa. Pero en la misión, la vida se torna sencilla, esencial, íntima, trasparente, verdadera. Una vida gustosamente acogida, agradecida, compartida y celebrada.
En el examen de amor de estos diez días, estas son las preguntas, estas las respuestas, y esta la llamada a decir sí a Dios con una santa osadía.