Después de las uvas, ese rito hispano que nos pone a caballo entre el año natural que termina y el que da comienzo a golpe de doce campanadas, llegan los augurios, los abrazos y los besos. Quien más o quien menos, pasa por esta escenografía con sus seres más queridos. Es verdad que esta guisa de estreno se repite cada año en la noche del 31 de diciembre, pero también es cierto que hay algo que inevitablemente deseamos estrenar llegando la calenda del año nuevo, mientras echamos en falta a quienes en otros momentos similares nos han acompañado en este trasiego, y cuyo recuerdo tenemos aún fresco en la memoria, mientras el piadoso llanto sigue tierno en nuestra entraña.
Pero tras ese momento festivo de estrenar con amigos y familiares la llegada convenida de un nuevo año, lo que encontramos al otro lado de la frontera apenas flanqueada resulta ser algo tan conocido que no ha cambiado ni por dentro ni por fuera. El almanaque no hace milagros, y nos topamos con un horizonte mundial que sigue levantando tantos interrogantes ante las guerras conocidas como la de Gaza o la de Ucrania, y tantas otras que no son noticia pero que siegan igualmente vidas y destruyen historias construidas durante años y siglos. Tampoco la política nos aquieta las zozobras con las gobernanzas varias de un toma y daca en el que no está en primer plano lo que es justo sino lo que interesa a algunos mandamases a título personal en sus egos subidos o en las siglas partidistas esculpidas en las poltronas, lo cual no construye convivencias serenas y complementarias, ni se piensa en el bien de todos con solidaridad.
Incluso no tenemos fácil el momento que vivimos los cristianos en la andadura de acompañar a los hermanos presidiendo la caridad y confirmando la fe, cuando algunas realidades eclesiales no despejan la confusión y vemos que la ambigüedad amenaza la esperanza desdibujando o contradiciendo la larga tradición cristiana que ha escrito la sabiduría de los santos y pastores que nos invitan a abrir las puertas a Cristo siendo testigos de su bondad, su verdad y su belleza en una incesante nueva evangelización.
Pero precisamente cuando todo eso nos puede abrumar astillando el entusiasmo, es cuando con más fuerza brota la confianza en un Dios bueno y la convicción humilde que nuestro corazón alberga de la espera cumplida para la que nació. La misma historia cristiana nos testimonia en medio de tantos altibajos claroscuros y agridulces, que incluso con los meandros más borrascosos se ha llegado al mar de la bonanza y al puerto donde Alguien nos esperaba. No cabe, pues, un desánimo incrédulo ni una desesperanza indolente, sino la confianza propia de los hijos que se fían del todo en Dios como Padre.
Así lo hemos aprendido de los verdaderos maestros que en el mundo han sido, cuyo magisterio no es de componenda oportunista y jamás cede ante el chantaje del pensamiento dominante ese que va contra la vida, la libertad, la paz, la familia, y por este motivo son profetas de un mundo mejor, del único mundo que pervive más allá de los efímeros beneficios de unas prebendas que caducan por estar fundamentadas contra natura en todos sus modos, contra la razón que nos fundamenta, contra la esperanza que no defrauda, contra la fe que nos abre la mirada y contra la belleza que nos salva. Por eso es cierto el rito y el gesto de desearnos de veras un feliz año nuevo como expresión del latido más sincero que palpita en nuestros adentros. Como cristianos así lo expresamos sin fingir y sabiendo que el reto que tenemos delante nos desafía por entero, pero en absoluto nos desalienta. Feliz reestreno de tantas cosas verdaderas y hermosas en esta novedosa cuesta de enero. Buen viaje. La meta nos espera y Dios camina a nuestro lado. Feliz año nuevo.