No tiene botón de pausa la vida y resulta imparable el trasiego que nos empuja día tras día a escribir cada jornada inéditamente. Por más que puedan ser incisivos los momentos, todo va quedando atrás de modo inevitable. En este sentido, ya estamos en otras cosas tras los funerales del Papa Francisco. Quedan atrás las esquelas de diversos colores de los grupos políticos, los colectivos sociales, los comentaristas mediáticos y las mismas actitudes eclesiales que se han hecho eco de la trayectoria del Papa. Se irán poco a poco difuminando las proclamas de quienes reivindican la herencia del Santo Padre abanderándole con sus propias enseñas, haciéndole socio de sus intereses o inscribiéndole bajo las siglas de una forma de ver y vivir las cosas. Para unos el Papa Bergoglio es alguien admirable que suscita asombro y agradecimiento, para otros tan sólo hizo gestos que no sustanció luego en gestiones de cambios reales, para otros incluso merece el rechazo y el desprecio. Todo un carrusel de actitudes y posicionamientos. ¡Qué difícil resulta en la inmediatez de un breve tiempo tras la muerte del Santo Padre hacer un balance sereno, justo y verdadero del auténtico legado que nos ha dejado, de las conciencias que ha removido, de las libertades por las que ha luchado y de los valores que no ha traicionado! Así tenemos todo un espectro inmenso de miradas y posturas de diversos calados que complican una memoria ajustada de la serena y agradecida remembranza de su paso por nuestras vidas en estos doce años de pontificado.
El Papa Francisco, como cada uno de nosotros, habrá llevado el ligero equipaje del definitivo viaje ante la presencia de Dios. No entra en el examen cuanto hemos aprendido o enseñado, lo que hicimos u omitimos dentro de nuestra pequeñez precaria, lo que dijimos o callamos en tantos escenarios, sino si amamos, si dimos la vida de tantos modos, nuestro tiempo sin reservas egoístas, nuestras fuerzas sin cansancio, nuestro respeto y ternura, nuestra acogida y abrazo. Lo que hicimos o dejamos de hacer por el prójimo, con Cristo mismo lo hicimos. Así habrá sido el examen de Francisco con su Señor al final de su camino. En un momento de la historia fue llamado a la vida que fue creciendo y madurando con sus luces y sombras, sus errores y aciertos, sus gracias y pecados, como a cada uno nos sucede en nuestra propia vida. Pero también eternamente fue esperado para este definitivo encuentro y su vida comenzó la eternidad.
Ahora estamos ya en otra cosa, y se abalanzan las diversas quinielas para el Papa siguiente. Los hay que dicen que el marchamo anterior marca vinculantemente la trayectoria del que llegue. Otros creen que debería darse un golpe de timón para corregir la dirección fallida de un magisterio al que denostan sin piedad. Y también hay posturas más equilibradas, donde con mesura se pone nombre al legado real que nos ha dejado el Papa argentino. Es evidente que en estos doce años ha habido luces muy clarificadoras, impulsos determinantes en la pastoral de nuestros días, como también se han dado ambigüedades confusas que han generado desconcierto en las opciones evangelizadoras, en la solidez de alguna doctrina o en el perfil de los nombramientos realizados.
Dejemos que el Espíritu Santo haga esta labor de criba, para agradecer con reconocimiento lo que Francisco nos ha dejado, para señalar lo mejorable sin perder la compostura filial ante quien se nos dio como padre y pastor, y para superar lo que ha sido simplemente una coyuntura discutida y discutible sin mayor transcendencia. Es el Espíritu Santo quien estará en el Cónclave, sin hacer encajes de bolillos, sin las presiones externas o internas para obtener una victoria mundana sobre candidaturas que no nacen de la libertad de la Iglesia, ni de cuanto ella necesita en este momento al frente de la comunidad cristiana con todos los retos que nos desafían dentro y fuera de la Iglesia.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo