Es un rito acostumbrado. Todos lo recorremos al llegar este rincón de cada año, metidos ya en el otoño que hace de paisaje ancestral. Noviembre nos sorprende siempre con una doble memoria que está en la entraña de nuestra noble humanidad cristiana. En primer lugar hacemos la memoria de Todos los Santos, esos hijos de la Iglesia que la liturgia califica de mejores.
Son todos, también los no canonizados porque no sabríamos hacerlo, porque acaso pasó su santidad desapercibida a nuestra mirada alicorta, pero no así se desapercibió ante los ojos del Buen Dios. Y ahí están todos ellos, en una fiesta que a todos ellos reúne, y con ellos y por ellos la Iglesia del Señor entona su más solemne ¡Gloria! Santos anónimos, que sin embargo Dios no olvidó sus nombres.
Son los santos que tienen nuestros apellidos y que por ese motivo son de la familia formando parte de nuestros genes. En nuestras calles y pueblos por cuyas cuestas arriba, cuestas abajo, plazas y bulevares ellos deambularon sin apenas hacerse notar. También ellos supieron de sudores de frente en el trabajo honrado, y de dolores de parto en la vida que tanto amaron. Acertaron a vivir en la paz y a ser instrumentos de ella sin ideologías pacifistas, al igual que la justicia que gozaron y ofrecieron no tuvo jamás un rostro revolucionario justiciero. Y lo más solemne y extraordinario, como lo más sencillo y cotidiano, acertaron a vivirlo sabiéndose hijos de Dios, miembros de su santa Iglesia, y cada uno desde su talento y responsabilidad pertenecieron a esta sociedad de los humanos tan plural, tan contradictoria y tan sin terminar.
A estos santos la Iglesia ensalza en estas fechas de cada primero de noviembre, y entre ellos estarán no pocos de los difuntos que venimos a encomendar en nuestros camposantos. Es la segunda memoria que nos apremiamos a realizar también en estos días. Bien sabemos que noviembre no es un mes ceniciento, aunque tiene color malva su paisaje. Es el tono cromático del recuerdo que hacemos de nuestros seres queridos: junto a todos los santos, hacemos en el recuerdo de los difuntos. Es una fecha serenamente esperada cada año, como sereno es el tiempo que ya nos envuelve entre brumas otoñales y alfombras de hojas caídas que ponen una nota de sentimiento calmo.
Más de una vez lo hago, cuando tal vez con menos gente o a hora más temprana o más tardía, también yo me acerco al cementerio donde descansan los restos de mis queridos padres. Sentarme con respeto en una esquinita de la lápida que tapa su sepultura, esa que lleva sus nombres y sus fechas, y cerrando los ojos dejar que sobrevengan los recuerdos de sus vidas en la mía. Es un modo de dar gracias agradecidamente, mientras con mis manos pongo unas flores y con mis labios elevo por ellos mis oraciones.
No se trata de leer el acta de una inevitable y universal derrota, yendo al lugar en donde el adiós se hizo sepelio para siempre. Sino avivar la esperanza que late sentidamente: la certeza de que el deseo de mi corazón de no separarme para siempre de cuantos aquí he amado, se hace promesa de parte de Dios que viene a anunciarme precisamente que Él volverá para resucitarles, y para adentrarnos a todos en esa nueva morada junto al Padre Dios, en la que no habrá más llanto, ruptura ni separación, sino que viviremos eternamente en la Paz del Señor, mirándole como el nos mira, y descubriendo la vida como nuestros ojos ni siquiera lograron adivinar.
Con todos los santos, con todos los fieles difuntos, nos adentramos en este mes en el que desde el consuelo de la fe, se llena de esperanza nuestro corazón, para seguir caminando como peregrinos con la caridad cristiana, siendo testigos del Resucitado en todo aquello que hacemos, lo que sufrimos, lo que gozamos, lo que recordamos y en lo que somos capaces de soñar.
Hay un “amagüestu”, como decimos en Asturias, un momento de encuentro fraterno y desenfadado, en donde al calor de unas castañas asadas, y gustando una sidrina dulce, poder arrimarnos a lo que nos reconcilia, a lo que nos alegra serenamente, a lo que despierta la esperanza por la promesa del Resucitado, mientras reconocemos como verdaderas las palabras del sacerdote Martín Descalzo que dejó en su testamento poético lo que encontró al poco tiempo tras la hermana muerte: “Y entonces vio la luz. La luz que entraba / por todas las ventanas de su vida. / Vio que el dolor precipitó la huida / y entendió que la muerte ya no estaba… / Acabar de llorar y hacer preguntas; / ver al Amor sin enigmas ni espejos; / descansar de vivir en la ternura; / tener la paz, la luz, la casa juntas / y hallar, dejando los dolores lejos, / la Noche-luz tras tanta noche oscura”.
Descansen en paz nuestros queridos seres difuntos. Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo