El mes de enero suele ser peleón. Junto a las temperaturas propias de un invierno ya metido en faena heladora, está lo que no pocos llaman “síndrome postvacacional” al haber concluido las fiestas navideñas -quienes han gozado de unas vacaciones en ellas-. De modo que la cuesta de enero es una cuesta que cuesta subir. Porque también se aduce como argumentación de lo complicado que dicen que es el primer mes del año, a que ha habido excesos en los días pasados: excesos en los dulces y viandas cuyos kilos de más cuesta quitárselos de encima; y excesos en algunos gastos que dependiendo lo que hayan arrojado, costará resarcirlos. Total, que hay mucha cuesta en este enero cuesta arriba.
No obstante, la vida no tiene botón de pausa, y vemos que se suceden los días como transcurren los años, dejando en nuestra senda biográfica las estelas que nos han ido marcando: nombres de personas, fechas de calendas, lugares de destinos provisorios, circunstancias que nos han bendecido inmensamente o nos han puesto a prueba duramente. Así se va escribiendo nuestra historia inédita, dentro de la gran historia de la humanidad y dentro también de la comunidad cristiana.
Podríamos pensar que somos producto de una imparable inercia que de modo determinista va haciendo su camino sin que nada ni nadie logre modificar nada. Que todas las cuentas ya están echadas y que no vale la pena hacer nada. Y entonces, la vida se torna opaca, zafia, y según van pasando los tiempos y surcamos los espacios. Como decía el poeta cantor, “siempre llegamos tarde donde nunca pasa nada”. Entonces nos sobresalta el escepticismo del sabio bíblico, el Sirácide: “nada hay nuevo bajo el sol (Ecl 1, 10). Todo está sabido, todo manido, no cabe ninguna sorpresa, no tiene espacio la ilusión ni la esperanza. Este es el gran chantaje de la tentación pesimista.
Así, en la vida cotidiana estamos continuamente retratándonos con nuestras palabras o silencios, con nuestras acciones comprometidas o nuestras omisiones fugitivas. Las estaciones de cada año, en un ininterrumpido devenir que nos deja como beneficiarios o rehenes del frío de cada invierno mohíno, de la explosión fecunda de cada vivaracha primavera, del sosiego de cada plácido estío y de la magia otoñal tan mansa y tan serena.
En este ambiente agitado e inconsistente, se nos diluyen por exceso o por defecto los valores que antaño permanecían inmutables en la transmisión que hacían los mayores a las generaciones que venían empujando. Hay novedades que enriquecen lo anterior, mejorando lo heredado, pero sin contradecir cuanto se lega como una tradición no traicionada. Se purifican los excesos, se aquilatan los defectos, mientras la vida misma es acrisolada en lo que se sueña y desea como algo mejor.
La vida cristiana es una inmensa parábola de esta novedad provocadora que no nace de una pretensión que tenga mi medida asustadiza o aventurera, ni se parapeta en mi balizada trinchera o desafía en los campos abiertos, sino que tal novedad surge por quien es capaz de sorprenderme a diario: ese Dios que, llamándome a lo mismo, no se repite jamás. “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Apoc 21, 5). La novedad no descansa en mis estrenos y lances, sino en la llamada de quien me convoca cada día a trabajar por el Reino de Dios allí donde la vida me ha puesto, con aquellos con los que camino. Es la novedad capaz de sacudir todas las inercias escépticas y de arrostrar todas las cuestas epocales. Dios con nosotros en todos los climas, todas las estaciones, en un año feliz que sinceramente nos deseamos a nosotros y a todas las gentes de bien.