Ante la emergencia que suponía la catástrofe natural de la riada de la gota fría en varias provincias de España, decidí escribir la semana pasada sobre esta cuestión que nos retaba, dejando para ahora lo que celebrábamos entonces con motivo del día de la Iglesia diocesana. Siempre estamos dibujando el mapa de nuestra posición en la vida: dónde estamos, con quién estamos, y allí qué hacemos. Normalmente nos situamos a distancia de ese mapa para poder vernos con calma y con una cierta objetividad, pero siempre mirándonos desde las afueras de ese mapa de la curiosidad más personal.
Tiene su valor indudable esa objetiva mirada, pero puede que sea insuficiente, precisamente por adolecer de otras perspectivas más adecuadas como pueden ser las miradas internas del propio corazón. Que ya lo dijo el mismo Dios en una deliciosa escena bíblica cuando el profeta Samuel debía escoger al futuro rey de Israel entre los hijos de Jesé de Belén: “no te fijes en su apariencia ni en lo elevado de su estatura, porque lo he descartado. No se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, más el Señor mira el corazón” (1 Sam 16, 7). Así, rechazando a los demás hermanos, Dios escogió a David a través de su profeta.
En la jornada de la Iglesia diocesana, se nos propone en esta ocasión un tema a modo de lema, que tiene que ver precisamente con esto: “¿Y si lo que buscas está en tu interior?”. Porque ahí está lo que mayormente ve Dios de nosotros, y ahí nos encontramos nosotros con Él: en ese corazón de nuestros secretos e intimidades. No es un viaje interiorista que se escabulle de los retos que a diario nos desafían como la moderna sociedad nos plantea: el mundo injusto, egocéntrico, insolidario, violento, falaz, corrupto… Así podríamos ir enumerando un sinfín de desafíos que desaconsejarían esa atención íntima al santuario interior donde Dios mira el corazón. Pero no es así.
La comunidad cristiana, que tiene siempre una fecha en nuestra edad y un domicilio en cada circunstancia, debe afrontar todos esos retos exteriores, pero debe hacerlo desde la certeza de sabernos esperados y sostenidos en el hondón de nuestra vida, ese que coincide con el corazón. Tal vez es demasiada dispersión la que sufrimos por estar en buena medida secuestrados por nuestro exterior, sin estar finos a la atención debida a nuestro interior. Con sus bellas palabras lo decía un testigo de la tragedia de la humanidad y al mismo tiempo garante de la esperanza cristiana, el Padre Joseph Kentenich, fundador de la Obra de Schönstatt: “Hemos de tener nuestras manos en el pulso de la historia, y nuestro oído en el corazón de Dios”.
Así también debemos trabajar como cristianos en nuestra iglesia diocesana. Atendiendo externamente las necesidades de las personas a través de la caridad comprometida, resolviendo las necesidades de nuestro ingente patrimonio material (iglesias, capillas, rectorales), como también del patrimonio cultural y artístico. E internamente atendiendo también nuestra necesidad de Dios a través de su Palabra y los Sacramentos, la formación de sacerdotes, consagrados y laicos, la catequesis en todos sus formatos y edades. De este modo, por dentro y por fuera, externa e internamente, el mapa de nuestra vida tendrá todo su color, toda su dimensión y todo su verdadero horizonte de esperanza, para ser testigos de la Buena Noticia en medio de nuestra generación. Y esto lo hacemos en la coyuntura que nos toca vivir en cada momento, sea cual sea el clima y sus cambios que nos afecten, los humores que nos condicionan en cada circunstancia, y el horizonte que nos determina cuando nos asomamos a él. Somos una comunidad cristiana que camina en la presencia de Dios que nos sostiene y en el abrazo a cada uno de nuestros hermanos. Esto es la Iglesia diocesana.