Cuando las malas noticias nos persiguen con incertidumbres económicas, políticas, de salud, de soledades, la fiesta de la Ascensión puede prestarse a una piadosa distracción, o como decimos en nuestro refranero “a irnos por las nubes”. Se entiende entonces la advertencia o amonestación que recibieron los discípulos mientras se quedaban embobados y sustraídos ante aquel particular adiós de Jesús: «¿Qué hacéis ahí parados mirando al cielo?». Con qué cara se quedarían aquel grupo de primeros cristianos al ver marchar a su Maestro. Tal vez más de uno habría querido aprovechar el viaje de Jesús colocando su maleta también: nos vamos al cielo, y mira, con la que está cayendo hemos terminado ya. Pero no era esa la encomienda ni tampoco era reducible la misión: había que seguir arrimando el hombro, porque aquel mundo de ellos se venía abajo por una imparable corrupción que dio al traste con aquel grande imperio.
¿En qué consistía esa permanencia de los discípulos? Ciertamente no se les adiestró como guerrilla para minar en emboscadas al romano invasor. Tampoco hicieron cursos de economía, de esos que hizo aquel en un par de tardes, para intentar arreglar los mil entuertos y corruptelas. No se hicieron sabihondos para exhibir vacuamente cuatro cosas mal aprendidas con las que aparentar la cultureta que sólo engaña a los ignorantes y mediocres. Si la misión de los discípulos no pasaba por la actitud reaccionaria de indignaciones varias, o la de organizarse como subversivos violentos, o la de una cultura falsaria para dar lecciones de nada para nadie, ¿por dónde pasaba entonces?
Por algo mucho más apasionante e inconcluso: hacer un mundo nuevo. No tanto criticar al mundo viejo que se caía a trozos, sino levantar un mundo distinto. Porque no se les encomendó maldecir la mucha oscuridad, sino ser luz de bendición. Así comenzaron aquellos primeros cristianos. Como los de cada generación. Algo tan apasionante y tan inacabado que siempre nos pondrá en la más saludable tensión creativa, al tiempo que nos recordará que no podemos vivir de rentas pasadas, por muy gloriosas que hayan sido, sino que hay que volver a empezar sin cansarnos nunca en el empeño.
En este domingo de la Ascensión del Señor, celebramos en Asturias el día de la Iglesia Diocesana. Entra de lleno la temática. Porque deseamos no quedarnos mirando al cielo, a ningún cielo, para evadirnos del compromiso que tenemos delante, sino como dice el lema de esta jornada, “Tenemos un deber de amor que cumplir”. Un deber que nos hace deudos de aquellos más desfavorecidos. Y el empeño de la Iglesia en Asturias no quiere recortar ninguna de las expresiones en las que nuestro compromiso cristiano se faja en todos los flancos: los culturales, artísticos y patrimoniales, los catequéticos y litúrgicos, los caritativos y sociales. Hay muchos cauces para hacer llegar a nuestra generación precisamente la buena noticia que supone el cristianismo. Cuando hablamos de centros de culto y de cultura, de centro de atención a personas necesitadas, de personas a las que poder sostener para que lleven a cabo esta misión, a esto nos referimos con la deuda de amor con la que queremos cumplir como ciudadanos cristianos. Por esto pedimos la ayuda a nuestras comunidades, un ejercicio de comunión de bienes que desde siempre hemos vivido los hijos de la Iglesia. Gracias a ayudarnos, entre nosotros podemos cumplir el deber de amar; esta es nuestra vieja y única revolución, capaz de hacer de continuo un mundo nuevo y mejor.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo