El cedro y el olivo son dos figuras de una gran carga simbólica. Están presentes en la Biblia, pero también en tantos poemarios y cancioneros, significando la solidez de una fidelidad que no traiciona ni caduca como la altura enhiesta de las hojas del cedro, y la suavidad discreta y eficaz que nos regala el aceite de los olivos. Cedro y olivo han hecho de escenario natural en este viaje del Santo Padre a una tierra marcada por el dolor de tantas guerras en ese epicentro de violencia que lamentablemente es siempre el Oriente Medio.
Como ya sucedió en el viaje a Turquía hace años, este viaje del Papa al Líbano estaba condicionado por un momento de tensiones desde las facciones más intolerantes del fundamentalismo islámico: asesinatos, quema de banderas extranjeras, asedio y derribo de embajadas occidentales. Parecía que no era el momento más adecuado para emprender este viaje. Y sin embargo, Benedicto XVI nos ha vuelto a dar una lección de sereno equilibrio, cuando ha recordado que “la razón debe prevalecer sobre la pasión”. Y no ha dudado en condenar en voz alta el fundamentalismo como lo que es siempre: una “enfermedad de la religión”: esa que en nombre de Dios siega la vida y cercena los derechos de sus hijos. Por eso ha señalado la libertad religiosa como un punto central de los derechos humanos. Y si la denominada benévolamente “primavera árabe” no tiene una verdadera apertura al respeto de la libertad religiosa, sucumbiremos en esta espiral de violencia que no tiene sentido, ni respeto, ni razón.
Era conmovedor escuchar al Papa proponer la auténtica revolución que nace del amor. En la fiesta litúrgica de la santa Cruz, Benedicto XVI invitaba a “celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división”. Aquí está descrita esa pacífica revolución que nace del amor extremo de un Dios desarmado, muerto en forma de abrazo para estrechar a sí a la humanidad que vino a salvar. No es otro el lenguaje sabio que se aprende siempre mirando a la cruz y al crucificado: “saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios y de misericordia para con el prójimo; saber transformar también unos seres que se ven combatidos y heridos en su fe y su identidad, en vasos de arcilla dispuestos para ser colmados por la abundancia de los dones divinos, más preciosos que el oro”.
Sabe Benedicto XVI que la paz que invoca no es simple fruto de consensos e intereses, sino un don que hemos de pedir al Dios de la Paz. Por eso en el rezo del Ángelus quiso de nuevo pedir esta gracia, mientras denunciaba que “el ruido de las armas continúe escuchándose, así como el grito de las viudas y de los huérfanos”, pues son los niños y las mujeres las primeras víctimas. No le faltó la alusión a la carrera armamentista, pidiendo que terminase el flujo de venta de armas en el conflicto de Siria.
El mensaje a los jóvenes, ha sido un precioso colofón. Que no tengan miedo al futuro comprometiéndose con un mundo distinto y mejor, y que la amistad fundada en valores cívicos entre musulmanes y cristianos genere un modo de convivencia distinto en el Oriente Medio. Era sintomático que al tiempo que jóvenes cristianos y musulmanes aplaudían al Papa, hechos violentos de fundamentalistas islámicos ensangrentaban la región. Educar en la paz, aprender a convivir, son el cedro y el olivo de la gracia de la paz, fruto maduro de un mundo como Dios lo quiere y nuestro corazón lo espera.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo