Hace unos días he podido bendecir y consagrar un nuevo templo parroquial en Gijón. Fue un regalo grande poder ensanchar la casa de Dios para que tengan cabida tanta gente, tantos hermanos que necesitan el abrigo de una casa donde Él se hace hueco para que podamos entrar todos los demás que somos sus hijos.
Comencé recordando una vieja historia. Atardecía aquel día que terminó siendo mohíno y cabizbajo. Algo había pasado, algo que puso en el rostro de aquel hombre y aquella mujer un rictus de derrota, de trasgresión de una palabra dada. La belleza que les circundaba se manchó, la bondad que todo lo sostenía se envileció, y la verdad con la que se trataron saboreó la mentira y la traición. Vino entonces un mensajero con cara de ángel, y les indicó que salieran de aquella casa que tenía forma de jardín, porque así habían decidido ellos sucumbiendo a la fruta prohibida que tramposamente les prometió que serían felices sin Dios. El hecho es que, sin Dios, ellos dejaron de ser hermanos y ayuda recíproca, y la vida se tornó inhóspita teniendo que trabajar con sudor y engendrar con dolores.
Esta historia resonaba esa tarde allí, como respuesta a aquella mudanza que se hizo una maldita partida debiendo dejar la casa para la que se nació. Levantamos una casa en la que dedicándola a Dios le hacemos hueco en la ciudad de Gijón, en ese barrio de Natahoyo. No será un vecino cualquiera, pero Él en medio de nosotros quiere vivir como un vecino más. Venimos de tantas intemperies, y necesitamos el abrigo acogedor, el rincón familiar, el hogar verdadero en donde nuestra vida sea de veras acompañada y protegida. Y así, el evangelio del encuentro entre Jesús, Andrés y Juan. nos enseña a mirar este hermoso nuevo templo con la actitud auténticamente cristiana.
Vemos a Jesús que pasa, y al último profeta que lo señala. Un cruce de misiones, un encuentro eternamente esperado, una ocasión en la que la historia comienza de modo revelador. Una mirada que se hace enseguida confesión mientras se señala lo que allí misteriosamente acontece. “Es el Cordero de Dios”, dijo el profeta bautizador: el cordero sacrificado como ofrenda, el cordero comido como recuerdo de la salvación y fidelidad de Dios. Una pregunta y una casa. Algo así de cotidiano. No preguntaron por profecías, ni por teologías, ni por estrategias de liberación. Tan sólo eso, que hasta ingenuo parece: ¿dónde vives, Maestro? Aquellos dos discípulos comenzaron a seguir a Jesús, con un seguimiento henchido de búsquedas y de preguntas: el haber encontrado al maestro de su vida, el querer conocer su casa, el comenzar a convivir con él y a vivirle a él. El Evangelio dará cuenta de todas las consecuencias de este encuentro, de estas búsquedas y preguntas iniciales. Aquí está sólo el germen, pero tan incisivo e imprescindible, que Juan no olvidará cuando escriba esta página, ya anciano, la hora en que esto sucedió: las 4 de la tarde.
¿Qué niños serán en este nuevo templo bautizados, cuáles comulgarán a Jesús por primera vez, qué jóvenes confirmarán su fe con el Espíritu Santo, qué enamorados pondrán al sol de Dios el amor de sus corazones al casarse, a quiénes vendremos a despedir pidiendo por su eterno descanso hasta el cielo…? Es la historia de esa casa encendida, la historia que tiene lo original de nuestros nombres, la edad de nuestros años, la ilusión de nuestros sueños, las lágrimas de nuestros llantos. Dios nos acoge como buen Padre, su Hijo nos abraza como Redentor para hacernos hermanos, el Espíritu Santo nos fortalece hasta hacernos humildes y sabios. Santa María nuestra Madre ejercerá con su dulce intercesión por cada uno de nosotros. Y la pequeña Eulalia, santa Olaya, será, para todos, la compañía que nos ayudará a ser mejores cristianos.